Madame Champfleury

La imagen que el espejo le devolvió fue, como solía serlo, del completo agrado de Amandine. Sus largos cabellos oscuros, cuya suavidad era capaz de rivalizar con la más pura de las sedas, enmarcaban un rostro de delicadas facciones donde unos ojos del azul del mar destacaban sobre la cremosidad de una piel libre de mácula. Alejándose unos pasos se examinó por completo la bien proporcionada figura a pesar de sus dos partos y, maravillada, observó cómo únicamente habían aumentado de volumen de sus ya rotundos senos, mientras su cintura aún conservaba las medidas que tantas miradas había atraído desde su juventud. Aquella mañana se decantó por un alegre vestido de gasa del color de las naranjas maduras que hacía resaltar, aún más, su plácida belleza.

-¡Amandine! –la voz rasposa irrumpió en su habitación provocándole un mohín de disgusto que no se molestó en ocultar-. ¡Oh, estás aquí, mujer!

El viejo regordete de rostro picado por la viruela, ataviado con ropas plagadas de arrugas y manchas, se dejó caer pesadamente en el borde de la cama. Su cabello ralo se deslizó hasta la frente cuando, en un vano intento por deshacerse de las embarradas botas, perdió el equilibrio y fue a dar con la frente de lleno en la alfombra. Tras unos segundos de incertidumbre adivinó como había llegado a esa posición y estalló en sonoras carcajadas que erizaron el vello de Amandine.

-Asqueroso borracho –murmuró sin desviar la vista del espejo, donde continuaba recreándose sin la intención de auxiliarle.

– No debes hablarle así a tu amantísimo esposo, chèrie –balbuceó él, cuyo vientre se mecía al son de su descontrolada risa-. Ven aquí y ayúdame.

Amandine dejó escapar un resoplido y le dirigió una gélida mirada mientras él continuaba enroscado en el suelo, observándola con ojos vidriosos.

-Llama a un criado –se limitó a decir a la vez que abandonaba el espejo.

Al pasar a su lado él alargó su mano y la retuvo tironeándole la falda del vestido. Amandine, incapaz de ocultar la repugnancia que despertaba en ella asió la tela y, con fuerza, la soltó de su mano. Temió haber estropeado el fino encaje pero salió de la habitación sin detenerse a comprobarlo.

-¡Babette! –el viejo gritó al quedar a solas, acompañando los pasos de Amandine hasta el comienzo de la escalinata-. Ma douce et chère Babette!

La joven mulata corría hacia la voz cuando, a mitad de camino, se encontró con la mirada desdeñosa de Amandine.

Madame Aubriot –susurró a modo de respetuoso saludo mientras inclinaba levemente la cabeza.

Monsieur Aubriot precisa que le ayude a meterse en la cama –anunció sin detener su marcha.

La esclava murmuró una respuesta, pero Amandine se había alejado lo suficiente para que sus palabras no le resultasen audibles. Aunque agradecía enormemente que la afición de su esposo por las jóvenes mulatas le mantuviese convenientemente apartado  de su alcoba, la obstinada predilección que últimamente mostraba por aquella hermosa muchacha la perturbaba sin motivo aparente. Quizá la causa sería su juventud o la frescura de un cuerpo que aún no había pasado por las penurias del alumbramiento, se dijo a sí misma.

Como norma desde su matrimonio, el viejo Anatole Aubriot no había descuidado su inclinación por la bebida, el juego y las esclavas. Y, a pesar de poseer una esposa con la belleza serena de Amandine, rara vez la visitaba por las noches. Se hizo patente, ya desde un comienzo, que su misión sería la de engendrar a sus hijos mientras él continuaba sus correrías, las cuales no tenía intención de moderar hasta que acabasen con su vida.

Para no caer presa de la más absoluta indignación a causa de su orgullo herido, Amandine se repetía las ventajas que había conseguido con su unión con aquel puerco y, en la mayoría de las ocasiones, estas superaban a la irritación que suponía el ser testigo de su inadecuado comportamiento. La Joya, la vasta plantación propiedad de Anatole, y la posición social que había ganado al sumar el apellido Aubriot a su nombre bien valían ciertos esfuerzos, máxime cuando éstos habían desencadenado el nacimiento de sus dos pequeñas.

Violette durante su primer año de matrimonio y Claudine, en el transcurso el segundo, le habían hecho olvidar, al menos temporalmente, que su existencia se veía atada a la de aquel miserable hasta que uno de los dos faltase. Pero siete largos años habían transcurrido desde entonces y pocas alegrías recibía a cambio. Sus hijas comenzaban a rechazar su compañía en favor de la de otras niñas y, mientras cada día mostraban una independencia cada vez más acuciada, Amandine se sumía en períodos de abatimiento que la obligaban a aislarse de su entorno en busca de una soledad que poco calmaba su inquietud. La irritante tosquedad de Anatole, acompañada de los encuentros con Babette que no se molestaba en ocultar y las noches de alcohol que se prolongaban durante días, habían hecho de ella una desgraciada que veía como su dignidad era pisoteada a cada instante que malgastaba a su lado.

Mère! –la llamada de Violette la sacó de golpe de sus recuerdos.

Las hermosas niñas corrieron hacia ella y se abrazaron a su falda. Habían heredado su cabello oscuro y ojos azules y, para su alegría, nada en sus rasgos le recordaba a Anatole. La pequeña casi la alcanzaba en altura, aunque su cuerpo aún conservaba los inocentes rasgos de su edad. Fugazmente pensó que, si lograban permanecer carentes de atributos femeninos durante sus vidas, tal vez se librasen del yugo que suponía que un rico hacendado que les doblaba la edad pusiese sus garras sobre ellas.

Maldiciéndose por sus ridículos pensamientos, sacudió la cabeza en un intento de hacerlos desparecer.

-¿Habéis terminado la lección? –les preguntó a la vez que observaba sus hermosos rostros.

-¡No, madre! –exclamó Violette con una sonrisa que intentaba trasmitir lo equivocada que estaba-. Ya sabes que mademoiselle Bérénice llega a las doce.

Poniendo cómicamente los ojos en blanco, Amandine arrancó sendas sonrisas en las niñas que, tras desearle un feliz día, desaparecieron en dirección al exuberante jardín trasero. Permaneció en pie hasta que sus risas se difuminaron y, mezclándose con los sonidos propios de la casa, desaparecieron por completo. Con un suspiro retomó su camino hasta su salita particular y ordenó su desayuno. Gozaba de esos momentos a solas mientras observaba a Violette y Claudine juguetear entre los sauces, ante la atenta mirada de la esclava que las supervisaba a la vez que atendía sus labores de costura.

Despreocupadamente se llevaba una porción de jamón asado a los labios cuando su visión fue interrumpida por la aparición del conductor de la plantación. El joven, un mulato nacido bajo el gobierno de Anatole y de menor edad que la propia Amandine, cruzó el jardín en dirección a ellas y, tras una afectada reverencia dedicada a las tres, continuó su camino en dirección a la casa. Amandine le siguió con la mirada hasta que su imagen desapareció de su campo de visión. Durante unos instantes casi deseó que regresara, hasta que su sentido común la hizo salir de tal delirante ensoñación. El incidente con Anatole debía haberla trastornado más de lo que había supuesto. Retomó su desayuno y, con parsimonia, lo finalizó cuando la institutriz llegó para impartir la lección diaria.

Madame Aubriot –llamó tímidamente una voz a la que Amandine inmediatamente puso rostro-. Monsieur ha salido esta mañana a cazar, quería que se lo hiciese saber.

Sentada frente al tocador, se limitó a encogerse de hombros mientras la joven desenredaba su largo cabello.

-¿Ha dicho cuándo regresará? –preguntó, más por obligación que por auténtico interés.

Sin reducir el ritmo de sus cepilladas, la mulata sonrió levemente y negó con la cabeza como si intentase expresar sin palabras la lástima que le causaba trasmitirle la noticia.

-Carece de importancia –dictaminó Amandine agitando una mano-. Tanto mejor que tenerle rondando por La Joya sin nada de lo que ocuparse.

-Sí, madame –concedió la muchacha al observar, a través del espejo, que su ama la contemplaba esperando un comentario por su parte.

Amandine soltó un gruñido apenas audible y regresó a su tarea de contemplar su rostro. A sus treinta y cinco años aún conservaba la frescura que tan célebre la había hecho en su juventud y tantas miradas masculinas había atraído. A pesar de los años que habían transcurrido, aún se culpaba por su mala cabeza al haber escogido a Anatole sobre otros pretendientes. En París no había escogido esposo y, poco a poco, el tiempo cayó sobre ella convirtiéndola en una hermosa solterona. Había sido orden de su padre el contraer matrimonio entre varios pretendientes, entre los que se encontraba Anatole. Pensó que un caballero que casi le doblaba la edad sería un esposo al que poco habría que satisfacer, por lo que finalmente se decantó por él. Y, como cada vez que su recuerdo acudía a su mente, admitió el enorme poder que ejercía sobre ella aún sin encontrarse presente. Aquel desagradable individuo convertiría en miserable el resto de su vida. De repente, una ira en su contra se desplegó en su interior, impidiéndole permanecer un instante más sentada.

-¡Maldito sea! –bramó, acompañando sus palabras con un gesto de sus brazos mientras recorría la estancia a grandes zancadas.

Abrió de par en par la puerta que daba a la galería y salió al calor del día, donde los rayos del sol calentaron su piel. Tras ella, con pasos cortos e inseguros, la doncella la siguió y, en sus ojos, el miedo a que su sola presencia incomodase a su ama más aún.

-¿Puedo hacer algo más, madame? –le preguntó con un hilo de voz.

Apoyada en la balaustrada, Amandine tomaba grandes bocanadas de aire que llenaban sus pulmones palpitantes. Al sonido de su voz, levantó la vista y la observó largamente, logrando con ello que la mulata alternase su peso de un pie a otro como muestra de su incomodidad.

-¿Prefiere que la deje a solas, madame? –rompió el silencio en un intento de acabar con la mortificante situación.

-¿Crees que me molesta que le calientes la cama al viejo? –le preguntó Amandine aún aferrada al pasamanos.

Babette entreabrió los labios a la vez que en su rostro se dibujaba una expresión de derrota y, tras lo cual, los cerró sin pronunciar una palabra mientras dejaba caer la mirada. Aunque no la vio, sintió como Amandine se acercaba a ella con paso ligero. Observó los finos zapatos frente a sus ajadas babuchas y esperó lo peor. Jamás le había puesto una mano encima ni, siendo sincera, había abusado de ella de ninguna de las maneras que la ley le permitía. Pero lo cierto era que su relación con monsieur era un asunto que jamás habían tratado y ambas se comportaban con discreción ante la presencia de la otra. Era una situación que ambas aceptaban como natural, aunque a ninguna les atrajese especialmente.

-No te apures –le dijo Amandine, lo cual le provocó una enorme sorpresa-, sé que no puedes decidir. Yo pude y aún así estoy tan atrapada como tú…

Sin saber cómo esperaba que fuese su reacción, Babette optó por el silencio. Creyó conveniente reducir al mínimo la conversación y vestirla lo más rápidamente posible cuando regresaron al interior. Tomó el vestido que Amandine había escogido para el día y la ayudó a ajustarlo sobre el corsé.

-¿Algo más, madame? –le preguntó una vez finalizó su tarea.

-No –negó con la acritud con la que solía dirigirse a ella.

Con un suspiro de alivio, Babette salió de la habitación con la certeza de que el momento de intimidad había pasado y, aunque monsieur no era en absoluto plato de buen gusto para ella, gracias a sus atenciones podía contar con ciertos privilegios que el resto de las esclavas carecía. No estaba bien vista por ellas pero, a fin de cuentas, sería ella la que obtuviese la libertad y la propiedad de una casa cuando él falleciese. Así se lo había prometido y, aunque sin un documento de por medio, ella confiaba en que él cumpliese su palabra. Soñaba con ser la casera de una gran, aunque humilde casa, donde pudiese alquilar habitaciones a viajeros y vivir de la renta que le proporcionaran. Había planeado su futuro con gran detalle pero para ello precisaba de los favores de monsieur.

Amandine contempló como la joven abandonaba la habitación, dejándola a solas con sus pensamientos. Durante unos instantes en su cabeza bulleron sentimientos encontrados de odio y agradecimiento hacia ella, no sabiendo con exactitud cuál de ellos predominaba. Únicamente en momentos de verdadera flaqueza admitía para sí misma que aquella mulata era la auténtica señora de La Joya. Con su satinada piel de caramelo y su rostro juvenil incapaz de reflejar su edad, conseguía de Anatole lo que se le antojaba. Desde su punto de vista era un acuerdo justo en el que ambas partes obtenían algo a cambio. Por lo que, unido al agradecimiento que sentía hacia ella por apartar el cuerpo grasiento de Anatole de su lecho, se contentaba de ceder su puesto a la mulata.

Chère mère! –gritaron a coro las pequeñas irrumpiendo en su habitación como un vendaval.

Amandine se recompuso, expulsando sus pensamientos negros como el carbón fuera de su mente para atender a sus hijas con toda la atención que merecían. Y, aunque suponía que acudían a ella para que satisficiera algún deseo, esperó paciente a que expusieran lo que venían a decirle con tanta premura.

-Mañana es la fiesta por el cumpleaños de Colette, ¿podemos acudir? –le preguntó Violette mientras asentía enfáticamente con la cabeza-. Y además estamos invitadas a dormir esta noche en su casa.

A pesar de haberlo previsto, el rostro de Amandine se ensombreció al pensar en un día sin sus joviales presencias. Aunque no acudiesen a ella, el verlas y escucharlas suponía un gozo del que ahora sería privada durante un mal momento para su estado de ánimo. Hubiese querido negarles el permiso pero, se dijo a sí misma, eso tan sólo conseguiría que se encerrasen en sus habitaciones sin dirigirle la palabra, lo cual sería muy similar a permitirles acudir a la invitación.

-¿Quién es Colette? –les preguntó, indecisa.

A coro soltaron un gruñido de impotencia que le sacó una sonrisa al contemplar la intimidad reinante entre ambas.

-Nuestra amiga –le recordó Claudine.

-Es la hija de los Laveau, conoces a madame Laveau, mamita –apoyó Violette, obligándola a escarbar en su memoria.

Finalmente Amandine puso rostro a su vecina y, a regañadientes, dio su aprobación. Varios días atrás había recibido la invitación oficial a la cena pero con toda la educación de la que  fue capaz, declinó la oferta alegando malestar debido al clima. Se bendijo a sí misma por haber tenido el buen tino de hacerlo, ya que tal  como se encontraba aquella mañana, dudaba que la noche siguiente estuviese de humor para rodearse de damas pugnando por la atención de caballeros ebrios. Desde siempre había valorado su propia compañía más que la de otras personas.

Aunque la ausencia de las pequeñas no ayudaría a su recuperación, en gran medida la de Anatole significaba una gran alegría que supondría una inyección de bienestar. Decidió que dedicaría la noche a tomar un baño de agua perfumada, se cubriría de glicerina y agua de rosas y se metería en la cama con una copita de licor que le facilitara el sueño. No sería la noche ideal, pero ya había aceptado que otro tipo de veladas ya habían acabado para ella.

Desde el cómodo sofá de brocado colocado frente al gran ventanal del salón podía escuchar la música y el griterío que se extendía desde la casa de los Laveau. Sonrió al pensar que sus pequeñas formaban parte del alegre grupo y, secretamente, anheló  desear ser una de ellos, aunque se sabía poco capaz de fingir diversión cuando su humor se encontraba tan hundido. Cerró el libro y decidió que no se torturaría más. Trabajosamente se puso en pie y ascendió las escaleras, sorprendida de no encontrar a Babette aguardándola. Supuso que estaría abriéndole la cama y continuó su ascenso. Sus sospechas se confirmaron el instante que abrió la puerta y la luz de la lámpara de aceite se desbordó por el oscuro pasillo.

Pero, al entrar no encontró la escena que esperaba. Sobre su gran lecho retozaba el cuerpo sudoroso a medio desvestir de Anatole y, bajo este, los senos bamboleantes de Babette le exponían sus endurecidos pezones oscuros. Mientras el viejo continuaba arremetiendo sobre ella, la expresión de la mulata se convirtió en una máscara de terror.

Madame… -gimió al verse incapaz de deshacerse del peso del viejo.

Durante los instantes que transcurrieron hasta que Anatole se percató de su presencia, Amandine contempló la escena sin poder emitir un sonido. En su interior luchaba la ira contra el alivio de poseer un motivo más para rechazar a su esposo aunque, como la mujer hermosa que era, su ego se vio gravemente herido. Lo que quedaría en un mero accidente cobraba una desagradable importancia al trascurrir sobre su lecho. El único espacio que era únicamente suyo, el lugar que la sola presencia de él la mortificaba. Y, en aquel momento, el sacrilegio de sudor y fluidos manchaba la pureza de su entorno.

Monsieur… -musitó Babette al comprobar que nadie reaccionaba.

-Babette, douce Babette… -susurró él, creyéndose ante un espasmo de placer de la esclava.

Con gran esfuerzo, la joven empujó el pesado cuerpo hasta que este observó a Amandine en pie frente a la puerta aún abierta. Su expresión despreocupada pasó a convertirse en una mueca de fastidio y, acto seguido, rodó sobre su costado y quedó  echado de espalda sobre la cama.

Madame –comenzó Babette recomponiéndose la blusa-, me encontraba abriéndole la cama cuando…

Amandine levantó una mano en señal de silencio y, con un gesto de su cabeza, le indicó que los dejara a solas. La muchacha obedeció y cerró la puerta al salir, llena de alivio.

-En mi cama –dijo lentamente mientras contemplaba la mirada perdida de Anatole-. ¿Por qué?

Él, que no se había preocupado de cubrirse, yacía aún sobre sus sábanas y se negaba a mantener su mirada. Limitándose a encogerse de hombros permaneció en la misma postura hasta que ella, controlando su furia, avanzó hasta la mesita de noche.

-Únicamente quiero saber por qué en mi cama –repitió, notando como el calor subía a sus mejillas.

Con dificultad, Anatole se incorporó quedando apoyado en el codo. Su pantalón exponía el vello púbico bordeando el ya fláccido miembro que provocó un intenso disgusto en Amandine.

-¿Por qué no? –le preguntó haciendo caso omiso-. Es un lugar como cualquier otro.

Al escuchar en voz alta su respuesta rió de su propia elocuencia.

-¿No podías esperar a llevarla a tu habitación? –quiso saber, intentando ocultar el asco que sentía-. Por respeto a mí y a tus hijas.

La risa aumentó hasta convertirse en una sonora carcajada que llenó el silencio tenso de la estancia. Como si de improviso fuese consciente de su propia desnudez, comenzó a abotonarse el pantalón y, tras lo cual, se incorporó hasta quedar sentado en el borde de la cama.

-¡No seas tan rígida, mujer! –bramó, aún riendo-. En ocasiones uno no puede esperar, aunque tú no lo sabes porque estás muerta por debajo del ombligo.

Y de nuevo rió por su propia chanza. Amandine dejó de lado la contención que tanto esfuerzo le había supuesto y, con todo el odio acumulado que sentía hacia él, lanzó su libro contra el rostro que tanto aborrecía. Sorprendido por el repentino ataque de ira, Anatole abrió desmesuradamente los ojos pero, pasado el susto inicial, estalló en carcajadas de nuevo.

-Pareces una anciana decrépita –murmuró mientras salía de la habitación.

Como si todo hubiese sido un sueño, Amandine se dejó caer en la butaca frente a su tocador y se llevó las manos a la cabeza, que le dolía terriblemente. Las hirientes palabras le acuchillaban hasta que en su garganta se formó un nudo que tan solo el llanto descontrolado logró desatar. Lloró por la visión de contemplar a su doncella con su esposo, por haber sido ella misma la que escogiera su infelicidad y, sobre todo, por la verdad de sus palabras.

No siempre había sido de aquella manera. En su juventud había sentido deseo por cierto caballero con el que no llegó a decidir contraer matrimonio y, tras él llegó Anatole que, aunque en principio había despertado en ella ciertos sentimientos, con su comportamiento zafio y su costumbre de perseguir a las esclavas, había acabado con lo poco que había.

Le resultaba impensable desear a un viejo de  pálida y grasienta piel, cabello ralo y ojos cual huevos pugnando por salir de su regordete rostro, por no nombrar su desagradable rostro desfigurado por la viruela. Aún así había engendrado a dos preciosas hijas y eso era lo único que él esperaba de ella. Ciertamente no sentían deseos el uno por el otro, pero Amandine creía innecesario el alarde que él hacía frente a ella, como si la lujuria que sentía hacia otras mujeres fuesen puñales que quisiera clavar en ella.

Levantó su lloroso rostro hacia el espejo y se contempló. A pesar de las lágrimas se adivinaba su belleza y su redondeado busto, resaltado por el apretado corsé, aún lograba atraer las miradas de caballeros jóvenes que pasaban a su alrededor. Aún no tenía edad para recluirse y su deseo, aunque Anatole había matado, podría revivir con el hombre adecuado. Desconocía si lo deseaba realmente o tan sólo la idea vagaba por su mente con la intención de vengarse. Una inmensa pena se apoderó de ella mientras daba rienda suelta a sus últimas lágrimas antes de enjugarse la nariz y tomar de nuevo el control. Ordenó que se retirara la ropa de cama y se limpiase a fondo la habitación esa misma noche y, mientras, dormiría en la cama de Violette. La mañana siguiente sería otro día, con otras posibilidades y esperanzas y ella, Amandine Aubriot aún era la dueña de sus pensamientos.

Como cada mañana, se contemplaba ante el espejo antes de bajar y comenzar su día. Y, como era costumbre, le satisfizo enormemente lo que vio. Las huellas de noches sin dormir habían desaparecido de su rostro, que lucía lozano e impoluto, y su falta de apetito se había traducido en una cintura aún más estrecha. Lo consideró un regalo tras la sobrecogedora impresión que le había causado la visión de Anatole retozando sobre sus sábanas.

Una vez salida del sobrecogimiento, no había podido evitar contemplar la mejoría en su entorno. Su esposo apenas se hacía visible ante ella, ahorrándole la desagradable visión de su persona. Y la doncella no cejaba en sus intentos de complacerla más de la cuenta y, aunque Amandine lo había disfrutado en secreto, no podía evitar sentir una pequeña llama de agradecimiento hacia la joven.

Tomó un abanico forrado con el mismo encaje de su vestido y bajó al comedor con el propósito de desayunar mientras contemplaba a sus hijas. Y, tal y como esperaba, varias lonchas de jamón asado y frutas la esperaban en la cabecera de la gran mesa, con las pequeñas Violette y Claudine correteando entre los árboles y esculturas del jardín trasero.

Masticando y observándolas embelesada no deparó en que el conductor volvió a cruzarse en su campo de visión. El joven cumplió el mismo ritual que habitualmente hacía desde la cochera, agasajaba a las niñas y a la criada con una ligera reverencia y alguna chanza que las hacía esbozar una sonrisa y continuaba su camino hasta las caballerizas. Pero, en esta ocasión, Amandine se detuvo a contemplar su figura que, dándole la espalda, le ofrecía una visión indiscreta sin temor a ser sorprendida.

Continuó comiendo con fruición sin apartar su mirada de él hasta que el joven se despidió y continuó su camino, dejándola con la mirada posada sobre la nada. De una sacudida regresó al presente y finalizó su plato. Limpiándose las comisuras con una servilleta se puso en pie y abandonó el comedor. Atravesó la acristalada puerta de doble hoja y salió a la galería, donde el calor húmedo de la mañana la bañó antes incluso que el sol lamiera su piel. Bajó los escalones que llevaban al césped y paseó aspirando el fresco aroma de la vegetación hasta que sus hijas se percataron de su presencia.

Chère mère! –gritaron a coro a la vez que corrían hacia ella.

Abrió los brazos y las acogió en ellos, donde cayeron bruscamente a causa del impulso de la carrera. Acarició sus tirabuzones y posó ligeros besos en ellos, escuchándolas reñir por atraer su atención.

-Voy a pasear, chéries –les dijo, emprendiendo la marcha-. ¿Queréis venir?

Ellas negaron enfáticamente, recordándole la inminente llegada de mademoiselle Bérénice. Por lo que, tras desearles una feliz mañana y provechosa lección, las dejó regresar a sus juegos mientras ella enfilaba el sendero cuyo bien cuidado césped remitía hasta convertirse en tierra rojiza.

No lograba recordar cuantas veces había visitado aquella parcela de La Joya y, echando un barrido a su alrededor, no le costaba esfuerzo alguno adivinar el por qué. Una serie de chozas que, aunque bien cuidadas, afeaban el paisaje con una larga hilera de construcciones de madera y, tras estas se extendían los campos de cultivo. Sus pulidos y brillantes botines no estaban hechos para semejante terreno y supuso que, aunque su falda le impedía la visión, estarían completamente cubiertos de tierra, al igual que los faldones de su vestido. Aún así, continuó su avance a pesar de desconocer el motivo que la empujaba a ello.

La firme voz del capataz llegó hasta su oído en el momento en que un grupo de niños negros y mulatos salía de una choza y, tras verla, quedaron petrificados ante su presencia. Les dedicó una ligera sonrisa sin interrumpir su marcha, lo que se convirtió para ellos en una invitación a seguirla. Tras ella, Amandine escuchaba los susurros de los pequeños que la seguían. Se preguntó cuántos serían hijos de Anatole. Probablemente más de los que podría siquiera imaginar.

Al alcanzar la última de las chozas, la bordeó y regresó hacia la casa. Continuaba sin saber con certeza qué la había movido a pasear por aquella parcela, pero no podía detener su avance. Antes incluso de divisarla, su nariz la avisó que se encontraba cerca de las caballerizas. El penetrante aroma a estiércol de caballo se introdujo a la fuerza por su nariz, provocándole un gesto de desagrado que intentó evitar llevándose la muñeca a las fosas nasales.

Los murmullos de los niños se convirtieron, quizá tras la seguridad de que su presencia no suponía ninguna amenaza, en cada vez más atrevidas risas y palabras que Amandine no logró descifrar. Se dijo que, como buena señora de la casa tendría que haberse detenido y asegurarse que hablaban francés, no algún dialecto africano, pero su interés en ellos era mínimo.

-¡Fuera de aquí!, ¡no molestéis a madame Aubriot! –el bramido en una fuerte voz masculina sorprendió no sólo a los niños sino a la propia Amandine.

Soltó un sorprendido brinco que la obligó a llevarse la mano al pecho mientras los niños huían despavoridos. Buscó el origen de la voz y se sorprendió al ver al joven conductor que, desde la cochera, caminaba a su encuentro.

-Le ruego me disculpe, madame Aubriot –rogó casi en un susurro al llegar a su altura-. Pretendía que esos desharrapados no la molestasen.

Amandine asintió con gesto serio y le observó sin prisas. El joven vestía su habitual uniforme de traje azul profundo y blusa sepia de gran lazada en el cuello. Sus anchos hombros estiraban el tejido hasta mostrar las costuras, y sus fuertes piernas tensaban el pantalón en zonas donde el pudor la obligó a desviar la mirada.

-¿Puedo ayudarla, madame? –le preguntó él mientras sus manos se restregaban nerviosas.

-¿Cómo te llamas? –quiso saber ella.

-Marc-Olivier, madame –respondió raudo, acompañando sus palabras de una suave sonrisa.

A fin de contemplarle desde otro ángulo, Amandine caminó alrededor suyo mientras el joven no podía ocultar su nerviosismo ante tal insistente examen.

-¿Has nacido aquí, Marc-Olivier? –inquirió, aunque conocía la respuesta.

-Así es, madame –dijo con cierto alivio en su voz-. Mi abuela fue comprada por el anterior monsieur Aubriot.

Amandine lo desconocía. Los asuntos relacionados con los esclavos no formaban parte de sus obligaciones como señora de La Joya. Al recorrer un círculo completo a su alrededor, volvió a encontrarse frente a él. Su rostro, masculino y anguloso, resultaba atractivo a pesar de su color. Sus gruesos labios dejaban entrever una nívea dentadura. El joven se esforzaba por evitar su mirada.

-¿Te gusta vivir aquí, Marc-Olivier?

Asintiendo y sonriendo como un niño, el conductor insistió en lo agradecido que estaba a los Aubriot por el trato ofrecido a su familia.

-¿Te has casado? –preguntó, aunque sin saber el por qué.

Su propio atrevimiento la hizo sonrojar, por lo que agradeció que el mulato mantuviese la mirada baja.

-No, madame –respondió él, negando levemente-. No tengo tiempo y debo cuidar de mi anciana abuela y mi madre.

-Muy bien, Marc-Olivier –dijo Amandine con la intención de finalizar la entrevista-. Puedes continuar con tu trabajo.

-Gracias, madame –respondió él con la mirada fija en el terroso suelo.

Con una gran confusión, Amandine se alejó a la máxima velocidad que fue capaz. En su cabeza se mezclaban pensamientos encontrados pero ninguno le aclaraba el motivo de su actuación. Lo que la había obligado a ir en busca del joven continuaba siendo una incógnita para ella, además de haberla convertido en motivo de risas por parte de los esclavos cuando se enterasen de que había estado rondando las chozas.

Al pisar el frondoso césped sus preocupaciones se evaporaron y volvió a encontrarse en el lugar al que pertenecía, donde la opinión de un esclavo tenía nula importancia. Violette y Claudine debían haber comenzado sus lecciones porque el jardín se hallaba desierto, así que se dirigió al salón donde se ocuparía en tejer y leer hasta la hora de la comida.

-Amandine –la llamó la voz de Anatole desde el comienzo de la curva escalinata.

Ella gruñó en silencio y se volvió hacia él.

-¿Sí? –respondió con aire aburrido.

-Me iré unos días a cazar al pantano –le dijo y ella pudo observar la ropa en la que aún no había deparado.

-Muy bien –sus palabras se evaporaron en el aire mientras se giraba en dirección al pomo de la puerta.

Anatole tosió y un ruido áspero llenó el pasillo.

-Tal vez permanezca allí una semana y necesite ayuda –dijo, con una sonrisa en los labios que Amandine no vio.

-Haz lo que desees –sentenció abriendo la puerta.

Amandine sabía que, aunque iba a caballo, necesitaba algún criado que se encargase del equipaje y todo lo necesario para pasar varios días. Lo adecuado sería un joven que pudiese cargar elevadas cargas y soportar estoicamente el clima del pantano, pero ambos sabían que él no se refería a eso. Además tendría que calentarle el catre, pensó mientras un deje de repugnancia le cruzaba el semblante.

-Podrías llevarte a Babette, yo no la necesito –sus palabras sonaron como cuchillas antes de desaparecer en el interior el salón.

A pesar del escaso interés que ambos suscitaban en ella, no podía evitar sentir una punzada de ira. En medio de lo que sentía como un estado de hipnosis, sus pies anduvieron hasta el mueble donde Anatole guardaba las preciadas botellas de licor. Sus manos se extendieron hacia ellas y, casi sin ser consciente de sus actos, el fuego que desprendían comenzó a derramarse por su garganta. El calor que la invadió mitigó, en parte, su inquietud y, con paso decidido tomó asiento y extrajo la labor del gran cesto que descansaba a los pies de su sofá.

Entre puntadas y sorbitos de exótico licor sus nervios comenzaron a calmarse hasta que en sus labios se dibujó una plácida sonrisa. Y, cuando había avanzado en su trabajo y la copita se hallaba vacía, había comenzado a canturrear un alegre tarareo. Aliviada, se felicitó por el dominio que ejercía sobre sus propios pensamientos, a millas de distancia del resto de las damas histéricas que conocía.

Un sonido en el exterior la distrajo de sus pensamientos y dirigió su mirada hacia el origen. En el jardín, Violette y Claudine habían finalizado sus lecciones y retozaban bajo el calor del sol. La saludaron con la mano y continuaron sus juegos entre los altos árboles. Sin ser consciente de su expresión, Amandine dejó escapar una carcajada de regocijo. Al menos, se repitió a sí misma, algo bueno había salido de su unión.

-Quiero pasear a caballo, Marc-Olivier –anunció con una voz que pretendía infundir autoridad.

El joven, con su atención centrada en el vigoroso cepillado a una yegua, dejó escapar una exclamación de sorpresa al escuchar la voz femenina a su espalda. Rápidamente se puso en pie y, con ambas manos enlazadas a la espalda y la mirada baja, asintió de forma apenas visible.

Amandine lo siguió con curiosidad mientras disponía lo necesario para satisfacer su impetuoso capricho. Se movía con diligencia entre los aperos del establo mostrando un conocimiento absoluto de su trabajo. Tras desaparecer unos instantes y dejándola a solas, reapareció seguido de un imponente caballo negro sobre el cual descansaba una silla de amazona.

Madame –susurró a la vez que entrelazaba sus dedos para que ella los usara a modo de escalón.

Una vez sobre el lomo del hermoso corcel se acomodó lo mejor que pudo. Volantes y pliegues le dificultaron la tarea hasta que, finalmente, apretó los muslos contra la silla y se sintió segura. Mientras tanto y desde el suelo, Marc-Olivier esperaba su consentimiento para partir.

-¿Qué camino desea recorrer, madame? –preguntó cuando se pusieron en marcha.

Ella, aún sin conocer del todo sus propias intenciones, lo pensó un instante antes de responder. Al joven le sorprendió que le ordenara llevarla por caminos poco transitados, alegó deseos de despejar la cabeza sin el inconveniente de saludar a vecinos y conocidos a cada paso. Así pues, se dirigieron hacia el borde del pantano que lindaba con La Joya en el más absoluto silencio, tan solo roto por algún esporádico relincho del animal.

A causa de los mosquitos, Amandine se cubrió el rostro con el velo de su sombrero sin soltar la mano con la que aferraba fuertemente la silla. Lo accidentado del terreno convirtió el paseo en una escabrosa excursión con escaso atractivo pero, sin embargo, la idea de volver a casa no se cruzó por su mente en ningún momento.

-¿Se encuentra bien, madame? –preguntó Marc-Olivier que, a cada pocos pasos, dirigía una mirada atrás para comprobar la situación.

De alguna manera, un mosquito se había introducido a través del velo y zumbaba frente a su rostro. Irritada, se descubrió para que saliera pero, como atraídos, una nube de ellos la cercó implacablemente. Debían sentirse atraídos por su dulce perfume, se dijo molesta con su propia falta de previsión. Con aspavientos intentó alejarlos, pero sus movimientos parecían atraerlos más aún. Dispuesto a auxiliarla, Marc-Olivier agitó su sombrero frente a ellos y, cuando Amandine hizo ademán de descabalgar, la ayudó a bajar al suelo.

-Póngase esto en las muñecas y el cuello, le prometo que no volverán a acercarse a usted –le dijo, extendiéndole una pequeña botella de cristal oscuro.

Ella, conteniendo la oleada de maldiciones que pugnaban por salir de sus labios, pensó que no perdía nada en seguir su consejo. Al descorcharla un hedor salió del interior y se extendió entre ellos, provocando en su expresión un mohín de desagrado.

-Es un aceite que mi abuela prepara para la temporada de mosquitos –explicó él, deseoso de ayudar-. Su olor es fuerte, pero funciona.

Amandine pensó que fuerte no era el calificativo ideal pero, encogiéndose de hombros, pensó que era preferible a lo doloroso de las picaduras. Le dirigió una sobria mirada y él, percatándose de que debía darle la espalda, se giró sobre sus talones y le concedió la intimidad necesaria para aplicarse el aceite.

-Gracias –le dijo, tendiéndole la botella tras hacer uso de su contenido.

Ambos quedaron sorprendidos del agradecimiento, aunque fingieron que nada había ocurrido. Amandine quiso bordear el pantano a pie y regresar recorriendo el margen de la plantación. El esclavo miró confuso los bajos de su delicado vestido cubiertos de barro y su dificultad para andar entre ramas y tierra húmeda, pero nada dijo. La señora, a la que en muy contadas ocasiones había tenido oportunidad de acercarse, le desconcertaba en gran medida y aquello no presagiaba nada bueno.

-¿Piensas casarte alguna vez, Marc-Olivier? –le preguntó de improviso, y a él le agitó la idea de que tal vez le hubiese leído el pensamiento.

Carraspeó antes de encogerse de hombros, temiendo que el motivo fuese obligarle a darles a sus hijos a la plantación. No tenía hijos, y uno de los motivos era, además de la falta de esposa, su negativa a traer una vida al mundo con el único objetivo de matarse trabajando para los blancos. Ella masculló algo que él no acertó a escuchar y el silencio cayó de nuevo sobre ellos. Agua agitada y fauna salvaje era el único sonido que acompañó sus pasos hasta que la silueta de la casa grande se alejó tanto que les era casi imperceptible. Dado que Amandine abría la marcha y parecía no percatarse de ello, el joven tosió con la intención de llamar su atención.

-¿Te encuentras bien? –quiso saber ella a la vez que se detenía y lo observaba con expresión solemne.

Marc-Olivier no cabía en sí de asombro tras escuchar la segunda pregunta sobre su persona. Del todo desacostumbrado a ellas, no supo cómo reaccionar. Acertó a asentir levemente, lo que fue suficiente para que ella echase una ojeada a su alrededor y advirtiese lo mucho que se habían alejado del camino escogido. Corrigió el rumbo y, con él a la zaga, comenzó a andar en dirección a la casa.

-Quisiera volver a montar –dijo cuando la silueta de las cabañas de los esclavos se dibujó claramente ante sus ojos.

El joven se dispuso a ayudarla a subir cuando, apoyando su manchado zapato sobre sus manos, Amandine se detuvo y lo miró largamente. Sin levantar la vista, pero visiblemente incómodo, Marc-Olivier carraspeó con suavidad. Finalmente, con el peso del zapato de ella aún en sus manos, se atrevió a elevar la mirada. Sus grandes y limpios ojos castaños la observaron expectantes mientras ella, desde su posición elevada, lo escudriñaba intensamente, provocando que sus cotas de incomodidad ascendieran hasta límites desconocidos para él.

-Se ha hecho tarde –sentenció ella cabalgando de nuevo ante el alivio del joven.

Mientras  alcanzaban las chozas y vislumbraban el perfil de las caballerizas, Amandine se sonrojó cuando el rostro color ron tostado la observó, sus inmensos ojos y los músculos tensos bajo el tejido del uniforme. Pensó en la belleza que trasmitía el conjunto de su figura, acrecentada probablemente por su carácter prohibitivo. Aún así se atrevió a bajar su mirada del frente y posarla unos instantes en él. Un rubor más intenso se apoderó de sus mejillas mientras lo hacía pero, incluso así, fue incapaz de apartarla de su poderosa espalda.

-Ha sido muy agradable, gracias –dijo sin mirarle antes de echar a andar hacia la casa.

Él murmuró una comedida respuesta pero Amandine ya se había alejado lo suficiente para no escucharla. Presa del mayor de los desconciertos, Marc-Olivier regresó a sus tareas con el fantasma de una futura desgracia rondando sobre su cabeza.

La primera mañana sin Anatole a su alrededor se perfiló prometedora. El sol, colándose a través de las persianas de madera, derramaba largas listas doradas sobre su cuerpo, levemente cubierto de transpiración a pesar del esfuerzo de los abanicos. Disfrutó de la comodidad del amplio lecho, de su cabello esparcido sobre los almohadones y, en definitiva, del lujo que suponía no toparse sin con él ni con su mulata. Dejó escapar una carcajada antes de ponerse en pie y abrir de par en par las puertas de la galería. Fuera, Violette y Claudine ya jugaban en el jardín y, al verla, se deshicieron en saludos y grititos de alegría. Hubiese deseado desayunar con ellas, pero reconocía que el largo sueño reparador la había dotado de un inmejorable humor. Se dijo a sí misma que tendrían una semana completa para disfrutar de sus hijas sin la constante y molesta presencia de Anatole.

-¡Mamita! –las voces a coro entraron en el comedor en el momento en que terminaba su taza de té y, con una a cada lado, se vio bañada de besos y algarabía.

Aunque se alegró de recibirlas, no logró entender sino palabras sueltas de las dos peroratas que entraban por cada uno de sus oídos. Ambas, excitadas y nombrando el viaje en barco con mademoiselle Bérénice que Amandine ya había olvidado, le hicieron saber la alegría que sentían por haber sido invitadas. Con un mohín de fastidio, tuvo que admitir que les dio su permiso hacía semanas y, porque ahora las necesitase para paliar su soledad, de nuevo, no debía faltar a su promesa. La joven institutriz invitaba cada año a sus actuales y antiguas alumnas a un pequeño viaje en el vapor propiedad de su familia. Constituía casi una obligación el asistir. En los días que duraba, las pupilas recibían una convivencia con otras niñas bajo el marco de la exquisita educación y saber estar de mademoiselle, además de juegos de adivinanzas, etiqueta y otras disciplinas que Amandine había dominado cuando tenía la edad de sus hijas. Para ellas suponía el perfecto broche final a un año de lecciones.

-¿Vendrás a despedirnos al muelle? –preguntaron esperanzadas.

-Por supuesto que iré, ma chéries –respondió mientras las estrechaba contra ella-. Ni una tormenta podría impedírmelo.

Con la solemnidad impropia de su edad, Claudine le tendió una formal invitación en lujoso papel color crema donde, con sus habituales buenas maneras, la institutriz emplazaba a sus alumnas al pequeño viaje por el río. Sorprendida de que el vapor zarpase esa misma tarde, Amandine se reprendió a sí misma por su mala organización y pésima memoria. Maldijo a Anatole por embaucarla en sus andanzas, logrando que todas sus energías y preocupaciones estuviesen volcadas él. Si tuviese, como tantas otras, un esposo discreto, podría condensar sus esfuerzos en la educación de sus hijas.

Dedicó el resto de la mañana a supervisar el equipaje y, cuando se acercó la hora, mandó a preparar el carro que la llevase al muelle. De regreso rodaron por las calles curtidas bajo el inclemente sol hasta alcanzar el cobijo de los frondosos sauces del camino de entrada de La Joya. Amandine suspiró con aburrimiento al recordar que la esperaban varios interminables días de soledad. El vehículo frenó en la entrada y Marc-Olivier se apeó de él, abriéndole rápidamente la portezuela. Ella le echó una última mirada antes de dirigirse con paso firme al fresco interior. Gotas de sudor perlaban su frente y se deslizaban por sus mejillas, dibujando ríos que se perdían en la amplitud de su escote. Aborrecía aquella época del año.

Decidió que pasaría las horas de intenso calor en su habitación, bajo los abanicos y cerca de una jarra de agua fresca. De cualquier forma, pensó desganada, en ausencia de sus hijas nada la obligaba a salir de la cama. Nada más apoyar su cabeza sobre el cómodo almohadón pareció que la actividad de su cerebro cesó por completo, dejándola caer lentamente en un sueño que se prolongó hasta que, horas más tarde, el día comenzaba a retirarse. Una penumbra dorada la despertó suavemente de su sueño reparador y advirtió que su estómago rugía de apetito. Con escasas ganas de vestirse para bajar, ordenó que le subiesen un refrigerio mientras una de las doncellas le preparaba el agua para un baño.

Gimió de placer mientras chorros de agua perfumada corrían por su cuerpo enfriando el calor acumulado. Sintió una punzada de culpabilidad al reconocer que, lejos de añorarlas, estaba disfrutando de la ausencia de Violette y Claudine. Pero se encogió de hombros al recordar en regresarían en dos días, lo suficiente para hacer cosas que no solía hacer cuando ellas estaban presentes, pero no tanto como para echarlas de menos con dolorosa intensidad. Si algo había aprendido de su relación con Anatole es que era inútil preocuparse por lo que no tenía solución.

Comió ávidamente las lonchas de jamón y los buñuelos y regresó a la cama, donde se apoyó en los almohadones y cerró los ojos, dejándose arrullar por la cómoda sensación de tener sus necesidades satisfechas. Pero, sin haber sido invitado, una imagen irrumpió en su mente. Una piel de bronce bruñido y unos enormes ojos castaños que la miraban desde abajo, como suplicantes y a la vez portadores de un secreto. Sonrió al recordar su fornido cuerpo y la destreza de sus movimientos, tan lejos de Anatole que, ancho y de escasa estatura, ofrecía una imagen más ridícula que imponente. Y, acompañado por el intenso rubor de sus mejillas, se imaginó como sería su cuerpo sin el uniforme. Pensó que debía formar una estampa digna de admirar, sin duda a alguna. Como si un pensamiento se hilase al siguiente, se sorprendió a sí misma fantaseando con sus fuertes músculos apretados contra su pecho desnudo, sus manos del color del ron deslizándose sobre sus muslos del tono de la crema batida…

Sorprendida y avergonzada a partes iguales, se incorporó de un salto y se pasó las manos por el rostro, cubierto de una fina película de sudor. La temperatura de la habitación era fresca, por lo que le fue imposible ocultar el hecho de que el calor provenía de su cuerpo. Volcó agua de la jofaina y se lavó la cara y el cuello, secándose las manos en los brazos y el estómago, haciendo que la seda del camisón se le adhiriera al cuerpo. A pesar de los mosquitos abrió la puerta de la galería y salió al exterior, donde la noche presentaba su mejor aspecto. Una cálida brisa agitaba las ramas de los árboles, luciérnagas revoloteaban en grupo y la luna resplandecía derramando su manto plateado sobre toda la extensión La Joya que tenía frente a ella. Desde las chozas de los esclavos se escapaban risas y música, único sonido que interrumpía el inmaculado silencio. Amandine percibió movimiento bajo su balcón y descubrió dos figuras, aparentemente atareadas y hablando animosamente. De repente las ropas azules se le hicieron del todo visibles y constató que uno de ellos era Marc-Olivier, lo que provocó un momentáneo vuelco en su interior. Sonrió al sentirse como una niña enamorada, lo que lejos de incomodarla, la hizo sentir extrañamente satisfecha.

-¡Marc-Oliver! –susurró sorprendiéndose a sí misma más incluso que al joven.

Al unísono, ambos levantaron la mirada hacia el origen de la voz y, al comprobar que se trataba de madame Aubriot, hicieron una ligera reverencia al tiempo que se quitaban los sombreros. Nerviosa, Amandine se forzó a encontrar un motivo para su irreflexiva llamada, pero por más que su mente hacía esfuerzos, era incapaz de inventar una excusa.

-¿Si, madame? –preguntó Mar-Oliver, regalándole unos segundos.

De repente el paseo por el pantano acudió a su mente y la respuesta que buscaba acudió a ella como un salvavidas.

-Necesito más ungüento para los mosquitos –dijo finalmente, intentando disfrazar el alivio que sentía con una fría autoridad.

Le pareció percibir la sonrisa de él y un leve asentimiento antes de salir raudo en dirección a las chozas. Amandine suspiró aliviada y regresó al interior, donde se observó frente al espejo y, satisfecha con su imagen, se recostó en la cama. Era incapaz de entender su propio comportamiento, ni estaba segura de que la insolente aventura de Anatole no fuese la culpable, pero no podía evitar desear lo que estaba a punto de provocar. Nunca antes había mirado a un esclavo como ahora miraba a Marc-Olivier, por lo que era del todo nuevo para ella. Sabía que era incorrecto pero, si era aceptable para los hombres el compartir su lecho con las negras, no entendía por qué para ella no podía ser igual.

Sacudió la cabeza obligándose a sí misma que a dejar las reflexiones para otro momento y, cuando unos nudillos llamaron a la puerta, invitó al visitante a invadir su intimidad.

-Le he traído una botella que mi abuela ha preparado esta misma mañana, madame –le informó, visiblemente azorado al encontrarse tan lejos del entorno al que estaba acostumbrado-. Si necesita más le preparará otra al instante.

A Amandine le divirtió la expresión incómoda de sus ojos, y su cuerpo, aunque con su altura dominaba la estancia, parecía encogerse ante ella. Pensó que si la llamada le había sorprendido, el encontrarla en camisón y recostada en su cama debía ser más de lo que podía aguantar.

-Hazle llegar mi agradecimiento más sincero –respondió con una leve sonrisa-. ¿Quieres beber algo?

Con la mirada señaló un pequeño mueble en el que descansaba una jarra de agua fresca en la que nadaban rodajas de limón y hojas de menta. Sin saber cual debía ser su respuesta, Marc-Olivier dudó visiblemente, por lo que Amandine se levantó y le sirvió una copa. Tras tendérsela, él la apuró de un trago, limpiándose tras lo cual la boca con la manga. Amandine rió despreocupada ante semejante acto de brutalidad, pero lo disculpó porque los esclavos del campo no tenían la misma educación que los de la casa.

-Pareces sediento, ¿otra? –le preguntó señalando de nuevo la jarra.

-No se moleste, madame –respondió con humildad, visiblemente deseoso de abandonar la estancia.

Haciendo caso omiso, le volvió a llenar la copa y se sirvió una para ella. Ambos bebieron en silencio, ella observándolo atentamente y él evitando todo contacto visual, lo que la divirtió más de lo que había supuesto.

-Gracias, madame –devolvió la copa al aparador y cabizbajo, entrelazó las manos en señal de espera-. Ahora debo volver al trabajo.

Amandine dejó su copa también y, sin apartar la mirada de él, se deshizo del camisón. La seda cayó a sus pies y su cuerpo quedó desnudo y expuesto ante él, pero era incapaz de levantar la vista del suelo.

-Mírame, Marc-Oliver –le ordenó dulcemente.

Reticente y con evidentes muestras de indecisión, se obligó a levantar la mirada lentamente hacia ella, recorriendo su cuerpo hasta llegar a su rostro. Amandine pudo comprobar cómo la expresión de sus ojos y su rostro cambiaban a medida que recorrían su piel.

-¿Te gusta? –le preguntó mientras, con parsimonia, se deshacía la trenza del cabello.

Él asintió antes de bajar de nuevo la mirada al suelo, con claros signos de incomodidad. Amandine se sacudió el cabello y dejó que las ondas le acariciaron la espalda, aún así, él continuaba embargado de vergüenza, no del arrebato pasional que ella esperaba.

-¿Has visto así a alguna otra mujer blanca?

Incapaz de mirarla, negó con la cabeza. Ella fue consciente de que tragaba continuamente, y se mordía el interior de los labios. Pensó en la primera vez que Anatole contempló su cuerpo desnudo y cómo se abalanzó sobre ella, hambriento y desbocado. Pero Amandine sabía que la situación era distinta, lo estaba poniendo en un aprieto y lo sabía. Podrían ahorcarlo por lo que ella se proponía, era síntoma de cordura comportarse tal y como lo estaba haciendo él en aquel momento.

Tomó asiento en un diván y le ordenó que se quitara la ropa. Marc-Olivier frunció el ceño y en su rostro se dibujó una expresión de auténtico pavor, pero ella le sonrió cálidamente y no parecía que fuese a cambiar de opinión.

Madame, yo no creo que…

-Quítatela, por favor.

-Pero…

-Te ordeno que te quites la ropa –repitió con un cálido tono envolvente, incapaz de ocultar que, al fin y al cabo, se trataba de una orden de su ama.

Reconociendo su derrota, el joven se quitó la chaqueta con movimientos lentos y torpes. La dejó caer a sus pies y comenzó a desabotonar su blusa blanca, tras lo cual su torso ancho y cintura estrecha vieron la luz. Amandine se sorprendió al comprobar que había superado sus expectativas en gran medida. Al llegar el turno de los pantalones, Marc-Olivier dudó y se atrevió a mirarla, buscando con la mirada el permiso para parar.

-Continúa –le rogó ella, no pudiendo ocultar su curiosidad.

Cuando los pantalones cayeron junto al resto de su ropa, el cuerpo tenso y satinado brillaba bajo los rayos plateados de la luna.  Amandine dejó vagar su mirada por el pecho, los brazos, el vientre, las piernas y, finalmente, de nuevo por su rostro. Nunca antes había disfrutado de una visión tan agradable, acostumbrada como estaba a Anatole y su cuerpo grotescamente flácido. Semejante musculatura estaba estrictamente reservada a quienes tuviesen la mala fortuna de vivir del esfuerzo de su trabajo, no a atildados caballeros sureños como los que Amandine solía contemplar con una mueca de aburrimiento.

Cuando se puso en pie y dio un paso en su dirección, Marc-Olivier retrocedió, pero ella se lo impidió tomándolo de la mano. Con suavidad se la llevó al rostro y la besó, él continuaba sin ser capaz de mantener su mirada, pero a ella poco le importó. Bajó la mano hacia su pecho mientras observó cada cambio de expresión de su rostro. Debía haber una enorme lucha en su interior en aquellos instantes.

Madame, por favor… -susurró en el instante en que ella sintió la dureza contra su abdomen.

Sonrió satisfecha a pesar de que los ojos de él parecían al borde las lágrimas. Decidió terminar lo que había comenzado y lo arrastró hacia la cama, donde descorrió la mosquitera y lo tumbó e intentó, por todos sus medios, que aquella noche fuera placentera para ambos. Con cierta incomodidad vio como las lágrimas acudieron a los ojos de él ante la imposibilidad de controlar sus instintos físicos pero, a medida que la noche avanzaba, Amandine pudo sentir las manos de él en su cuerpo, sus gemidos que se escapaban de la profundidad de su garganta y sus caderas embistiendo contra ella.

-¿Te ha gustado, Marc-Olivier? –le preguntó ella, tumbada a su lado.

-Sí, madame –respondió tímidamente.

Amandine rió alegre y deslizó una mano bajo la sábana, despertando de nuevo lo que él creía dormido. Dolorosamente al borde del abismo, pensó que ya nada se podría hacer para volver atrás, por lo que se dejó embaucar por ella de nuevo.

Tras la primera noche los encuentros se repitieron a lo largo del verano. Al comienzo con una fuerte resistencia por parte de Marc-Olivier pero, a medida que se producían, se fue sintiendo cada vez más vencido. Sin duda disfrutaba tanto como ella, aunque la sombra de lo prohibido le seguía a cada instante e impedía que se entregase con la misma intensidad que Amandine.

Ella, por su parte, vio como el disgusto que le provocaba el descarado romance de Anatole con Babette se difuminaba hasta convertirse en jirones de lo que fue, lo que facilitó la convivencia enormemente. Sus conversaciones se limitaban a informarla de sus partidas de caza por el pantano o algún viaje de negocios por los que se ausentaría durante varios días. Con la intención de facilitar e, incluso, alargar esas estancias, Amandine le cedió a Babette, nombrando a Delphine como su esclava personal. Anatole no pudo ocultar su satisfacción por el cambio y, desde entonces, tuvieron un motivo menos que los obligase a conversar.

Las ocasiones en la que Anatole se encontraba fuera, Marc-Olivier subía a hurtadillas a su habitación y pasaba con ella la noche, escabulléndose a las chozas de nuevo antes del amanecer. Para el agrado de Amandine éstas se producían con la asiduidad suficiente para sentirse saciada por su nuevo amante aunque, cuando Anatole permanecía en la casa, era ella la que se citaba con el joven en la caballeriza. Aunque apreciaba enormemente la comodidad y la higiene de su lecho, debía reconocerse a sí misma que la emoción que sentía en aquellas ocasiones era insuperable. Marc-Olivier parecía tenso en todo momento y poco dado a disfrutar esa clase de encuentros, temblaba como una hoja cuando sabía que ella aparecería a media noche. Abandonaba su catre en la choza y, tapándose con un pantalón, se dirigía al establo como si fuese a cumplir su sentencia de muerte.

-No sufras, querido –le decía ella cuando lo veía aparecer con su semblante taciturno-. Si nos descubren diré que han doblegado nuestra voluntad bajo un hechizo vudú.

Y se echaba a reír ante la atónita mirada de él que, despojándose del pantalón, pretendía cumplir con sus exigencias y regresar lo antes posible a la seguridad de su habitación. Para su alivio, esos encuentros no duraban excesivamente y, en menos que se consumía una vela habrían terminado.

-Mañana se irá a una subasta –le dijo mientras se cubría con la bata de seda y se anudaba el cabello.

Él forzó una sonrisa y se dirigió a la puerta, abriéndola lentamente para asegurarse que nadie les vería salir.

-Hasta mañana –se despidió Amandine zambulléndose en las tinieblas del camino que conducía a la casa.

Avanzó por el terreno desigual lo más rápido que sus pequeños pies le permitieron. Las zapatillas con las que se protegía no le facilitaban la tarea, pero era muy sencillo limpiar los restos de tierra y a la mañana siguiente se encontraban como nuevas. Desechó la idea de un calzado más apropiado para no despertar la curiosidad de Delphine.

El interior de la casa se encontraba en completa oscuridad y subió a tientas hasta su habitación. Con las manos extendidas frente a ella tanteó el candelabro y encendió una a una las velas.

-Espero que hayas pasado una agradable noche, chèrie –una voz que procedía del fondo de la estancia llegó hasta ella rompiendo el silencio y provocándole un sobresalto que a poco estuvo de dejar caer el pesado candelabro.

Apuntó la luz hacia la voz y observó con horror como Anatole se encontraba cómodamente tumbado sobre su cama deshecha.

-¿Qué haces aquí? –le preguntó nerviosa, observando las sombras grotescas y malvadas que las velas dibujaban en su rostro.

En lugar de responder, sonrió y tomó una esquina de la sábana y se la llevó a la nariz. Cerró los ojos y aspiró con parsimonia.

-Huele a negro –sentenció a la vez que borró la sonrisa de sus labios.

Amandine sintió un repentino miedo que la hizo estremecerse de pies a cabeza, como si le hubiesen arrancado las entrañas. Deseó negarlo pero, en cambio, su garganta permaneció muda y petrificada mientras Anatole, con la dificultad de su peso, se ponía en pie y bordeaba la cama. Al acercarse a ella un efluvio de ron y sudor le golpeó el rostro de lleno.

-¿Crees que no me he enterado de lo que haces cuando no estoy aquí? –le preguntó levantando un dedo acusador frente a su rostro-. Lo que no creía era que también lo hicieras cuando estaba en casa.

-Yo no… -finalmente un borbotón de palabras pugnaron por salir de sus labios, pero él la interrumpió con un amenazador gesto de su puño cerrado.

-Cállate y escucha –escupió las palabras con asco manifiesto-. No permitiré que una amante de los negros sea la madre de mis hijas, así que te irás. Recogerás tus cosas y dejarás una nota de despedida, podrás decir que regresas a París o lo que desees.

Atónita, sacudió la cabeza con desespero, sin poder creer lo que acababa de escuchar. Él rió, claramente satisfecho del efecto que su decisión había provocado en ella.

-Si no te parece una solución acertada, podremos decir que metes al mozo de cuadras en tu lecho –anunció poniendo una expresión cómica en el rostro, lo que la llenó de pavor-. La elección está en tus manos: abandonas tu hogar o confiesas que fornicas con un negro. En cualquier caso, te irás para siempre de Nueva Orleans, chérie.

La enorme furia que crecía dentro de Amandine sólo fue contenida por el miedo que sus palabras le causaban. No podía creer que él, el cual mantenía abiertamente una relación con una esclava, utilizase esa situación en su contra. Pensó con pesar que no sólo no la amaba, sino que su odio hacia ella era inmenso, tanto que no dudaba en hacer sufrir a sus hijas por la satisfacción de herirla a ella. Intentó pensar lo más rápidamente posible, pero nada le parecía suficiente y temía enfurecerlo más aún.

-Tienes el día de mañana para despedirte de las niñas –le informó mientras cruzaba la estancia en dirección a la puerta-. Por la noche te habrás ido. Y recuerda redactar la carta de despedida, aunque estaré por aquí para asegurarme que no lo olvidas.

-Anatole, por favor –le rogó cuando él ya había abierto la puerta-. No puedes apartarme de mis hijas, son todo lo que tengo.

-En ese caso debiste pensarlo antes –repuso antes de cerrar la puerta tras él.

Al encontrarse a solas pudo dar rienda suelta a la angustia que le apresaba el pecho y cayó al suelo echa un ovillo tembloroso. Se abrazó las rodillas como cuando era una niña y lloró hasta que sintió punzadas de dolor en el vientre y los ojos le escocían como si hubiese arena en ellos.

Vacía de lágrimas pero armada con un valor que creía no tener, se lavó el rostro y se cubrió la bata con un abrigo oscuro. Sopló las velas y se sumió en la oscuridad, tras lo cual abrió levemente la puerta y aguzó el oído, pero no escuchó sonido alguno. Poniendo especial cuidado en no pisar las tablas de madera que sabía crujirían, avanzó hacia la escalera y comenzó a bajar peldaño a peldaño. La oscuridad del piso de abajo tan sólo se veía rota por una fina línea bajo la puerta del despacho de Anatole, que emitía un leve fulgor. Supuso que se encontraría celebrando su victoria con una botella de ron y rezó para que a estas alturas ya estuviese lo suficientemente ebrio como para no percatarse de lo que ocurría a su alrededor.

Una vez abajo se dirigió a la cocina, desde donde pudo salir al exterior por la puerta de servicio. Con cierta dificultad atravesó los parterres de gardenias y esquivó hojas de palmeras que se batían suavemente a merced del suave viento nocturno. Avanzó a hurtadillas hasta la ventana del despacho desde la que vería el interior iluminado. Tanteando la pared fue acercándose hasta el cristal, pero al no llegar a la altura tuvo que arrastrar una piedra ornamental para subirse a ella. Cuando finalmente pudo echar una ojeada contempló a Anatole tumbado en un diván tal y como ella había predicho. Bebía de un vaso y su rostro comenzaba a enrojecer a la vez que una sonrisa patética se dibujaba en sus labios. Agradeció que Babette no estuviese con él en aquel momento y se dio la vuelta dispuesta a abandonar su puesto.

Aunque el camino más rápido a donde deseaba ir era atravesando la casa, desechó la idea por temor a que el abrir y cerrar de puertas despertase a alguien. Así que continuó bordeando el lateral de la casa hasta llegar a la entrada principal y, ya a refugio de ojos curiosos, se ocultó bajo los sauces hasta llegar a las chozas. El único sonido provenía de los animales del pantano y la suave brisa entre la vegetación, por lo que tuvo cuidado de no pisar ramas que pudiesen crujir bajo sus pies.

Anduvo hasta la cabaña de Marc-Olivier y tocó suavemente con los nudillos. Debió hacerlo varias veces hasta que sintió ruido en el interior y la puerta se abrió con el corrimiento de un pesado seguro. El rostro del joven representó la sorpresa que el verla le había provocado, pero al leer la desesperación en los ojos de ella se apartó, dejándola pasar y cerrando la puerta tras ella.

-¿Qué ocurre, madame? –le preguntó y, bajo la leve iluminación que encendió para ella, pudo apreciar, no solo sus ropajes cubiertos de tierra, sino la desesperación en la que estaba sumida.

Le tendió un vaso con agua y ella lo aceptó agradecida, apurándolo hasta la última gota.

-Anatole lo sabe –dijo sin más-. Quiere que me vaya de Nueva Orleans para siempre, sin despedirme de mis hijas. No ha dicho una palabra respecto a ti, pero sabe quién eres y ya imaginas qué te hará.

Todos los miedos y reticencias que había tenido desde el comienzo de aquella relación se materializaron en el peor de los desenlaces. Quiso agarrar a esa endemoniada mujer y sacudirla hasta dejarla sin sentido. La maldita insensata lo había provocado todo y tenía el valor de acudir a él en espera de ayuda. Ella solo se alejaría de sus hijas, pero él sería torturado hasta morir, sin duda. Intentó mantener la calma, aunque poco importaba ahora que su vida acabaría en cuestión de horas.

-¿Cómo se ha enterado, madame? –fue la única pregunta que se le ocurrió hacer.

Ella sacudió las manos en el aire y se encogió de hombros antes de responder.

-Alguien de tu gente, son los únicos que podrían habernos visto. Pero eso ahora no es importante, hay que resolver la situación antes de que sea irreversible.

Si no había entendido mal, monsieur Aubriot ya había decidido, lo que convertía la situación en irreversible. No veía como un esclavo y una mujer blanca repudiada podían hacer algo para cambiarlo.

-Tenemos que actuar o será nuestro fin –vaticinó ella, mirando a su alrededor como si allí fuese a hallar la solución.

El pasmo de Marc-Olivier era tal que no podía apartar la vista de ella.

-¿Actuar, madame? –preguntó sin demasiada convicción pero totalmente seguro de no querer escuchar la respuesta.

Amandine se puso en pie y paseó por la estancia de suelo de tierra. Sus zapatillas y el bajo de sus ropas se ensuciaban más y más, pero poco le importaba. Se masajeó las sienes como si un masaje fuese a poner en orden sus pensamientos y, apretándose el cráneo con ambas manos, de repente dio sus frutos.

-Lo envenenaremos esta noche –anunció levantando la vista y mirándolo fijamente-. Está borracho, no se enterará. Solo tendremos que colarnos en el despacho y echárselo en la copa. Y tendrá que ser ahora porque mañana será demasiado tarde. Para ambos.

De no ser por la expresión seria de su rostro, Marc-Olivier hubiese pensado que todo formaba parte de una chanza. Pero, por otro lado, aquel demonio atrapado en un cuerpo de mujer tan solo lo usaba para satisfacerse, jamás habría acudido a pasar un rato de diversión con él.

-¿De dónde sacaremos el veneno? –preguntó finalmente.

-Tu abuela es bruja, pídeselo.

Él no pudo evitar soltar una carcajada de desprecio, aunque enseguida se arrepintió de su osadía. Continuaba siendo madame Aubriot quien le hablaba.

Madame, mi abuela hace pociones con hierbas y plantas del pantano –aclaró, intentando trasmitir cordura con su tono de voz-. Son remedios para enfermedades, no brujería. Mi abuela no es una bruja ni conoce a ninguna.

No estaba dispuesto a arrastrar a su abuela por culpa de ella.

-Piénsalo bien, querido –se había acercado a él a grandes zancadas y le apuntó con un dedo como antes le había hecho Anatole a ella-. Si mi marido vuelve a ver un amanecer, más te valdrá ahorcarte antes de que ponga sus manos en ti. Piensa si estás preparado para que tu familia sufra el dolor de ver cómo eres desollado vivo.

Cuánto deseó ahogar a esa condenada mujer con sus propias manos. Sólo la certeza de que ello le alejaría de solucionar la situación le refrenó los impulsos. Y ella, además, había disparado directo a su punto débil. Nunca permitiría que su abuela y su madre sufriesen por su culpa.

-Está bien –respondió finalmente vencido-. La secreción de un animal…

-¡No me cuentes nada! –le interrumpió agarrándolo por los brazos y negando con la cabeza-. Si no sé qué le ha pasado mentiré mejor. Ve a buscar lo que necesites, te espero aquí.

Él asintió de mala gana y la dejó a solas. Se escabulló hasta la choza de su abuela y, sin prestar demasiado cuidado al ruido que hacía, ya que la anciana estaba prácticamente sorda, rebuscó entre sus botellas de ungüentos. Encontró lo que buscaba pero temió abrirlo y que se derramase, así que se lo llevó entero. Pensó que lo devolvería nada más terminar su infame tarea.

-¿Quién está ahí? –preguntó la voz justo en el momento en que comenzaba a cerrar la puerta.

-Soy yo, grand-mère, sigue durmiendo –susurró Marc-Olivier saliendo de la cabaña.

Corrió al encuentro de Amandine y depositó con cuidado la botella sobre la mesa ante la atenta mirada de ella. Derritió la vela que aseguraba el corcho y la destapó con sumo cuidado. Sabía que una única gota era capaz de acabar con un perro de tamaño mediano.

-¿Ves como es una bruja? –sonreía por primera vez desde su llegada.

-Mi abuela no es una bruja, madame –se apresuró a responder sin dejar de manipular la botella.

-¿Entonces por qué fabrica veneno? –le preguntó con curiosidad.

Él se encogió de hombros, realmente no sabía para qué utilizaba su abuela esa poción. Y, aparte de experimentar con lo que podía encontrar en el pantano, no había mucho más con lo que una anciana casi ciega pudiese entretenerse. Cuando era la cocinera y ama de llaves de los padres de monsieur Aubriot se encontraba atareada de la mañana a la noche pero, desde que la edad había calado en ella, dedicaba sus jornadas a vigilar a los pequeños que aún no trabajaban y poco más. La anciana se sentía agradecida por poder disfrutar sus últimos años de vida al lado de su familia. Y él no debía hacer nada que interfiriese en los sueños de su abuela, merecía ser feliz lo que le quedaba de vida.

Tras pasar una cantidad a otra botella y volver a sellar con gotas de cera la que debía devolver, se cubrió con una camisa y se dirigió a la puerta.

-Espera –le detuvo Amandine con una mano en su antebrazo-. Yo no puedo verme involucrada, me iré directamente a mi habitación.

Madame! –exclamó enfurecido-. En ningún momento dijo que lo haría yo. Si me encontrase vertiendo esto en su copa me mataría en el acto, y después…

Ella puso los ojos en blanco pero aceptó que llevaba razón. No podía verlos a ninguno de los dos, pero debían asegurarse que bebía el veneno. No podrían correr el riesgo de que estuviese ya dormido y no bebiese más.

-¿Solo es mortal si lo bebe?

-De ninguna manera –repuso él, escandalizado-. Es tremendamente mortal en contacto con cualquier parte del cuerpo, pero por lo que sé, beberlo es la forma más directa de morir.

-¿Entonces lo podríamos echar en sus ojos u oídos?

Él se encogió de hombros, pensativo.

-Me quedaría más tranquilo si lográsemos metérselo en la boca.

-Probablemente estará borracho y no se enterará.

-Uno de nosotros tendrá que abrírsela y el otro verter el veneno.

A pesar de sus reticencias a participar, Amandine reconoció que de esa forma sería más rápido. Si había algún rasgo de actriz en ella, debía ponerlo a merced de la sorpresa que fingiría cuando, a la mañana siguiente, le trasmitiesen la noticia.

Recorrieron el camino hasta la entrada de la cocina bajo el más sepulcral de los silencios, sin rastro de movimiento por ninguna parte, lo que satisfizo a Amandine hasta convencerse de que tendrían éxito. La iluminación que se escapaba del despacho continuaba allí y, encaramándose a la piedra que había colocado, miró en el interior de la habitación. El voluminoso corpachón se encontraba derramado sobre el diván a punto de caer a la alfombra. Agradeció el poder administrarle el veneno directamente en la boca, porque la botella de ron estaba vacía.

Con Marc-Olivier a la zaga entró en la cocina donde, para su tranquilidad, todo continuaba igual. Abrió cautelosa la puerta y observó durante unos instantes mientras contenía la respiración. Con una señal le instó a seguirla y se dirigieron hacia el despacho. Amandine suspiró largamente y le sonrió, tratando de infundirle valor antes de girar el picaporte y deslizarse en su interior.

Como había observado desde el jardín, Anatole se encontraba a medio camino de caer al suelo, por lo que debía darse prisa antes de que finalmente cayese, con el riesgo de despertar que ello significaba. Bordeó el diván y desde atrás le separó los labios suavemente mientras Marc-Olivier abría la pequeña botella y se acercaba a él.

-Date prisa –le urgió al ver su titubeo.

El joven agitó la cabeza en señal de impotencia pero la obedeció. Vertió todo el contenido en su boca y dio un salto atrás, lleno de temor. Desconocía lo que pasaría a continuación y no deseaba quedarse allí para comprobarlo. Giró sobre sus talones y salió presuroso sin decir palabra. Olvidando que podría ser descubierto tan solo necesitaba lanzar la botella a lo más profundo del pantano y refugiarse en su choza. Esperaba que el sueño cayese sobre él y al menos, durante unas horas, pudiese olvidar lo que acababa de hacer.

Madame… -un susurró la sacó de su sueño mientras unas manos la sacudían suavemente-. Despierte, madame.

Amandine abrió los ojos y, por unos instantes de desconcierto, no supo identificar el rostro moreno que se inclinaba sobre ella, compungido y visiblemente preocupado. Se incorporó de mala gana y la miró con un fastidio que no se molestó en ocultar.

-¿Qué ocurre? –inquirió mirando a Delphine que parecía al borde de las lágrimas.

-Es monsieur Abriout, madame –tartamudeó con un hilo de voz.

En aquel instante, Amandine recordó la noche anterior y todo cuanto en ella había ocurrido. Había decidido actuar con su indiferencia habitual, aunque aún desconocía los efectos que el veneno había provocado en Anatole, por lo que debía ser cautelosa.

-¿Ha vuelto a beber hasta perder el sentido? –preguntó poniendo los ojos en blanco.

-No, madame –Delphine negó con énfasis y comenzó a retorcerse el delantal con manos temblorosas-. Creemos que no respira.

Amandine la miró como si lo que hubiese dicho careciese por completo de sentido. Aún así se dijo que era su deber comprobarlo, por lo que se cubrió con un chal y salió de su habitación. Tuvo la precaución de dirigirse a la habitación de Anatole, pero Delphine le dijo que se encontraba abajo. Mientras descendía las escaleras sonrió para sí misma pensando que había sido una jugada maestra.

Alrededor del cuerpo de Anatole se encontraba la cocinera y el mayordomo que, observándolo con curiosidad, no se atrevían a tocarlo. Amandine se abrió paso y apoyó dos dedos en el cuello a la vez que rezaba por no escuchar latido alguno. Se alegró cuando percibió un tono cerúleo en su rostro y la piel a una temperatura que no correspondía con el día cálido que había amanecido.

-¡Llamad al doctor, rápido! –gritó intentando por todos los medios que su alegría se confundiese con el desespero por encontrar a su esposo muerto.

Permaneció junto a él desde ese instante hasta que se certificó su defunción, e incluso cuando fue transportado a un salón para la vigilia nocturna. Se encargó de que Violette y Claudine no viesen el cuerpo pero sí de ser observada mientras trasmitía la triste noticia a sus hijas. Mademoiselle Bérénice prometió hacerse cargo de ellas en su casa todo el tiempo que fuese necesario y Amandine se lo agradeció profundamente. Esperó que su decisión no causase una herida excesivamente profunda en sus hijas o, al menos, no durante el tiempo suficiente. Tenía la certeza de que Anatole jamás había cuidado su relación con ellas pero, aún así, lo natural era que la muerte de un ser cercano provocase sentimientos que, quizá en vida, no despertó lo más remotamente. Supuso que el tiempo las curaría y, cuando creyó que su aflicción había calado en todos y cada uno de los ojos que la habían observado, se retiró a su habitación dando orden de no ser molestada hasta el atardecer.

Una vez en soledad danzó por la estancia como si hubiese sido poseída, se despojó del chal y el camisón, se soltó el cabello y gozó de la imagen que el espejo le devolvió. Por primera vez en años se sintió joven y con futuro, con intención de vivir el resto de su vida rodeada de paz y felicidad, con sus hijas y sin ningún hombre que decidiese por ella. Bailó hasta caer extenuada sobre la cama y sintió como el sueño la vencía poco a poco, como si toda la tensión vivida hasta el momento la hubiese abandonado de golpe y pudiese al fin descansar. La brisa cálida entraba entre los resquicios de la persiana y le acarició el cuerpo desnudo mientras iba quedando dormida plácidamente.

Rodó sobre su espalda y se vio envuelta entre oscuridad y silencio. Su estómago se quejó de hambre y recordó que debía bajar a velar el cadáver de Anatole, por lo que no podría comer todo lo que hubiese querido. Mandó llamar a Delphine y, entre sollozos lo más realistas posibles, le pidió un caldo y una loncha de jamón. La joven la miró con lástima y corrió a satisfacer su demanda. Cuando hubo comido se vistió con el único traje negro de su vestuario, despeinó su cabello en un despreocupado recogido y se restregó los ojos con furia, consiguiendo que lágrimas brotasen de ellos. Bajó al salón y tomó asiento entre familiares y amigos de Anatole, los cuales le trasmitieron su pésame y promesas de ayuda en cuánto precisase.

-Lo siento mucho, chèrie –le dijo afectuosamente Alexandre, el hermano menor de Anatole-. Si necesitas algo de mí, no dudes en hacérmelo saber.

-Eres encantador, gracias –susurró ella llevándose un pañuelo a los ojos-. Y gracias también por venir.

-Oh, no me lo agradezcas, chèrie –bajó su tono de voz tanto como ella-. He venido a comprobar que está muerto del todo.

Aunque en vida de Anatole hubo una fisura entre ambos y la relación de Amandine con su cuñado era escasa, siempre hubo entre ellos un entendimiento íntimo y cómplice. Sorprendentemente y a pesar de su edad y riqueza, jamás había contraído matrimonio, lo cual  Anatole utilizaba para hacer chanzas a su costa. Cuando el alcohol tomaba el control de su lengua, se burlaba abiertamente de las excentricidades de su hermano. Pero este, caballero de honor, se había granjeado la opinión favorable de cualquier lugar al que visitaba.

Al tenerlo a su lado, de repente se sintió protegida y agradecida, como si el odio compartido hacia el fallecido los uniese. De repente pensó en La Joya, lo cual no había acudido a su mente hasta ese instante. Ahora debía ocuparse ella de todo y no tenía ni la más remota idea de cómo hacerlo. Por temor a que su semblante trasmitiera la preocupación, apartó la idea de su mente y se concentró en aparentar una pena que no sentía. Tarea harto difícil tratándose del desgraciado de su esposo.

La vigilia nocturna pasó mientras un desfile de personas acudía a presentar sus últimos respetos al fallecido, tiempo en el cual Amandine permaneció estática en su asiento junto a Alexandre, apenas probó bocado y sus palabras se limitaron a esporádicos monosílabos y algún asentimiento de cabeza. Se felicitó a sí misma por su magnífica interpretación de viuda afligida y cuando por fin pudo retirarse, los criados fueron entrando para dar su adiós. Marc-Olivier se encontraba entre ellos y, aunque no levantó la mirada del suelo, supo que él también la había visto.

Antes de retirarse a su habitación, despidió a Alexandre, deshaciéndose en agradecimientos. Él prometió visitarla en su próxima visita a la ciudad y ella, sorprendida, deseó que cumpliese su palabra.

-Estimada madame Aubriot –un caballero interrumpió sus pasos hacia la escalera, se había quitado el sombrero y extendía la mano para tomar la suya-. He venido a presentar mis respetos a monsieur Aubriot. Disculpe mi tardanza pero me encontraba fuera de la ciudad cuando recibí la noticia.

Amandine lo observó con atención a la vez que le tendía su mano. Era alto y delgado, vestía lujosas ropas y en su expresión afectada relucía una simpatía que se afanaba en ocultar. Inmediatamente le cayó en gracia aunque no pudo corresponder como hubiese querido.

-Se lo agradezco, monsieur

Alarmado por su propia descortesía al percatarse de que no se había presentado aún, aunque Amandine imaginó que era un caballero tan pagado de sí mismo que no concebía que alguien no le conociese.

-Le ruego me disculpe, madame –le dedicó una afectada reverencia y sonrió mostrando una sonrisa blanca y cuidada-. Soy Bertrand Marchant, es un placer.

-Le agradezco la visita, monsieur Marchant –dijo ella recogiéndose el vestido disponiéndose a subir la escalinata-. Ha sido muy considerado por su parte. Ahora, si me disculpa, debo retirarme a descansar.

-Oh, desde luego que sí, madame –se apresuró él a responder-. Y, de nuevo, mi más sincero pésame.

Amandine comenzó a subir notando el peso de su mirada sobre ella. Sonrió para sí al pensar en el poder de atracción que una recién viuda acaudalada tenía entre los caballeros solteros de la ciudad.

-Es hora de descubrir quien le contó nuestros encuentros a Anatole –dijo de repente, cuando Marc-Olivier cayó a su lado, rendido y cubierto de sudor-. Las aguas se han calmado y es hora de hacer cambios.

Pasadas varias semanas del fallecimiento habían retomado sus encuentros con la misma cautela que en vida de Anatole, aunque ambos sabían que la persona que había provocado el terrible desenlace aun permanecía entre ellos. Y Amandine deseaba deshacerse de quien fuera. Vendería a cualquier esclavo ante la mínima sospecha. Deseaba hacer cambios y creía que era el momento adecuado. Alexandre le había enseñado a manejar con mano de hierro la plantación e incluso a llevar la contabilidad, tal y como lo había hecho Anatole, con auténtico éxito por lo que pudo constatar. Aunque no había presentado reparos a adoctrinar a una mujer, sí había insistido en que debía encontrar un esposo que se ocupase de las labores engorrosas dignas de un caballero, no una señora.

Amandine temía una encarnizada lucha por la herencia de Anatole, pero su miedo cesó al asegurarle Alexandre que todos los miembros de la familia Aubriot eran poseedores de grandes fortunas. La plantación de Anatole, sus esclavos, las tierras en el pantano y sus negocios apenas representaban una minúscula parte de todo el patrimonio familiar. Así que respiró tranquila y aprendió todo cuando pudo de su experto cuñado. En dos semanas consideró que había asimilado toda la información y regresó a su hogar con la promesa de encargarse de encontrar un futuro esposo para ella. Amandine sonreía cautelosa sin parar de repetir que la herida estaba aún demasiado reciente, esperaba con ello ganar tiempo.

-Tómate el tiempo que precises, mientras tanto yo estaré pendiente de caballeros solventes y adecuados para una dama de tu categoría –le aseguró Alexandre antes de abandonar La Joya.

Aunque se mostró agradecida, su intención estaba lejos de volver a contraer matrimonio, aunque no era algo que descartase del todo. Pensó que un año de luto sería una bendición para todos y luego, con buen ojo y tal vez ayuda, comenzaría a buscar al candidato idóneo.

-¿No podría ser un blanco? –preguntó Marc-Olivier sacándola de sus pensamientos.

-Imposible –negó enfática, había pensado en ello una y otra vez y tenía seguro que no se trataba de uno de ellos-. Sólo nos veíamos de noche, cuando no hay blancos en casa. Debe ser alguien en quien Anatole confiaba, algún esclavo cercano a él.

-En ese caso, descartamos a la cocinera y la ayudante, no tenían contacto alguno con él –caviló Marc-Olivier, con la mirada fija en el techo-. Y, desde luego, también a los de los campos. Tan sólo quedamos el mayordomo, las camareras, Babette y yo.

-Babette duerme con él, no creo que haya sido ella –reconoció Amandine, a pesar de que hubiese deseado que así fuera-. ¿Qué me dices de tu ayudante en la caballeriza?

-¿El pequeño Pierre? –preguntó incrédulo-. Si es solo un crío.

Amandine suspiró enojada.

-Sé que es un crío pero, ¿podría ser?

-Bueno, tiene la libertad suficiente para vagar por la plantación y es ágil. Si quisiera rondar sin ser visto lo conseguiría.

-Averígualo –le ordenó-. A menos que…

Marc-Olivier se giró hacia ella, esperando que continuase.

-¿Si?

-A menos que seas tú.

Y, nada más decirlo, rompió en una carcajada que le contagió a él, lo que acabó en una lucha bajo las sábanas que duró hasta el amanecer, momento en el cual él se retiró con sigilo a su choza.

Por más que lo intentó aplazar, al fin se vio obligada a dar su brazo a torcer y aceptar una visita de Bertrand Marchant. Petulante y galán, con su apostura dominó el gran salón mientras una joven mulata les servía una gran bandeja con té y pastelillos fritos rellenos.

-Siempre he sido un gran viajero, ¿lo sabía usted, madame Aubriot? –le preguntó observando el jardín a través del ventanal.

Amandine sofocó una sonrisa y logró componer una expresión de afectada curiosidad. Aunque maldijo el momento en que accedió a que la visitara, se reconoció a sí misma que semejante personaje suponía un soplo de aire fresco en su previsible existencia.

-No tenía conocimiento alguno, Monsieur Marchant –respondió, guardándose para sí que ni siquiera conocía su existencia antes del funeral de Anatole.

-Pues así es –añadió abandonando la ventana y ocupando el canapé frente a ella-. Conozco exóticos y lejanos lugares que la dejarían de piedra.

-Yo nunca he salido de Nueva Orleans –dijo ella, temiendo que la conversación se convirtiera en un monólogo-. Y París, obviamente, porque es allí donde nací.

-Encantadora ciudad es París –repuso Bertrand, soñador.

-Y, dígame, monsieur Marchant –dijo ella tomando su taza de té-. ¿En qué se entretiene cuando no viaja?

Él rió mostrando una perfecta dentadura y se dejó caer en el respaldo del diván. Adoptó una postura cómoda y confiada ante los ojos atónitos de Amandine que, refugiada tras la taza, se esforzaba en parecer lo más cortés posible.

-Oh, yo siempre viajo, mi querida señora. Recalo en la ciudad lo suficiente para abastecerme y vuelvo a partir. Ya sea en barco, a caballo o incluso a pie.

Amandine sonrió mientras pensaba que el abastecimiento consistiría, probablemente, en solicitar ayuda económica a sus parientes acomodados. Aquel hombre debía de tener unos quince o veinte años más que ella y, aún así, jamás se había casado ni tenido una ocupación. Por otra parte, su comportamiento era coqueto en extremo y, aún a riesgo de equivocarse, juraría que estaba claramente interesado en ella.

-¿No se gustaría a usted salir alguna vez de este pantano inmundo, madame? –le preguntó tomando su taza y bebiendo poco a poco.

-En efecto –confirmó ella, devolviendo su taza al platillo-. Pero mis hijas aún me necesitan, especialmente ahora que han perdido a su padre de manera tan fatal.

Él asintió con una expresión seria que duró un instante hasta que volvió a tomar la palabra.

-Por supuesto que sí, pero estaba pensando en algún viaje corto. Una travesía río arriba, tal vez. O, si descubre una audacia que no creía existente, tal vez al viejo continente.

Amandine rió con ganas. Aquel hombre parecía no escucharse más que a sí mismo.

-No en un futuro próximo, monsieur Marchant –dijo suavemente, acompañando sus palabras con una tierna sonrisa-. Pero visitar el viejo París es algo que definitivamente haré en cuanto me sea posible. Deseo enseñarle a Violette y Claudine parte de sus raíces.

-Conocer el mundo nos abre la mente –afirmó convencido-. Será el mejor regalo que pueda usted hacerles a sus hijas, madame Aubriot.

Amandine sonrió y guardó silencio, esperando que él lo interpretase como el fin de la visita. Aunque no le era del todo desagradable, aún le chocaba un caballero tan pagado de sí mismo. Jamás había conocido a alguien más enamorado de su propio ser, y eso le hacía pensar que difícilmente podría tener amor para otra persona. Tal vez eso, unido a sus constantes aventuras, tuviese que ver con el hecho de no haberse casado. Pocas mujeres estarían dispuestas a vivir su vida tan lejos de su esposo, y menos aún a seguirle por peligros, incomodidades y andanzas que podrían salir bien, o no tanto.

-Aunque su compañía me resulta altamente estimulante, no deseo que usted se canse de mí –anunció, sacando a Amandine de sus elucubraciones-. Pero me gustaría pedirle algo, madame.

Él se había acercado a ella y tomó asiento en el borde de su diván. Su cercanía era la justa para no hacerla sentir violenta, aunque pudo apreciar detalles en él que, debido a la diferencia de altura entre ambos, se le habían pasado por alto. Poseía unos hermosos ojos verdes y una tez dorada a causa del constante sol, su cabello ondulado peinaba ondas sobre su rostro y, en general, ofrecía la imagen de quien conoce cuál es su lugar en el mundo.

-¿De qué se trata, monsieur Marchant?

Antes de responder se atrevió a tomar su mano, lo hizo con cautela y Amandine se sintió incapaz de rechazarle. Su contacto fue delicado y sin intención de tomarse excesivas confianzas.

-Sé que aún es pronto, teniendo en cuenta que monsieur Aubriot nos dejó hace apenas dos meses. Y, como ya le he dicho, no suelo permanecer demasiado tiempo en la ciudad, por ese motivo el tan importante para mí el hacerle partícipe de mis intenciones. Si usted lo aprobase me gustaría cortejarla, ma chérie.

Aunque había imaginado que ocurriría tarde o temprano, Amandine no pudo evitar la expresión de sorpresa que le cruzó el rostro. Le surgieron infinitas excusas, pero debía escoger alguna que resultase más creíble y no una retahíla de ellas que él pudiese anular una a una.

-Me abruma usted con su propuesta –dijo, mostrándose femeninamente tímida y ganando tiempo con ello.

-Entiendo su situación, madame –se apresuró él a añadir-. Únicamente deseo que me conceda tiempo para apreciarme tal y como soy. No pretendo incomodarla a usted o a su familia, tan solo aspiro al placer de su compañía.

Cuanto más correcto era él, más se le dificultaba a Amandine el buscar una excusa.

-¿Y sus viajes, monsieur? –le preguntó, sabiendo que se estaba agarrando a algo con muy poca consistencia-. No soportaría ser la causa de su cese.

-Si usted me permitiese cortejarla, le doy mi palabra de que me quedaría en Nueva Orleans el tiempo necesario.

-¿Para siempre? –preguntó esperanzada, creyendo haber encontrado la solución.

Él pareció dubitativo durante un instante, pero claramente lo había sopesado antes de proponerlo, porque respondió con seguridad.

-Voy teniendo una edad –informó con una sonrisa cómplice-. Y por una dama como usted me retiraría de la vida itinerante en el acto.

Amandine intuyó que alguien sin ataduras jamás podría anclarse en un lugar el resto de sus días, pero no dijo nada.

-En ese caso, monsieur Marchant, debo pedirle tiempo para considerarlo.

Bertrand asintió y bajó la mirada hacia la mano de ella que aún retenía. Al levantar la vista parecía defraudado.

-Lo comprendo, y le agradezco que lo considere –dijo con suavidad en la voz-. ¿Podría saber el tiempo que le tomará?

Amandine hubiese deseado contestarle que se tomaría el que fuese necesario, pero decidió contenerse ya que él se había conducido correctamente.

-Una semana, dos a los sumo –dijo sin pensarlo demasiado.

Él asintió pensativo y finalmente sonrió.

-Se me ha ocurrido que podríamos vernos al cabo de dos semanas –propuso-. Tengo una travesía programada, tiempo que usted podrá emplear en decidir. A mi regreso me podría trasmitir su decisión.

A Amandine le extrañó que a pesar de prometer que dejaría de viajar para estar a su lado, no fuese capaz de esperar en la ciudad el tiempo en el que ella decidía. Pero le pareció que su ausencia sería buena consejera y podría consultar a Alexandre libremente sin miedo a que él apareciese de improviso.

-Estaré encantada de recibirle en dos semanas, monsieur Marchant –sentenció, provocando en él un acceso de alegría.

Al quedar a solas y, tras recibir una infinidad de agradecimientos por parte de Bertrand, Amandine se dejó caer en el diván y tomó otra taza de té con toda la parsimonia de la que fue capaz.

En su mente se fueron formando imágenes de las actividades que tendría que realizar durante aquellas dos semanas y del orden en el que tendría que llevarlas a cabo. Necesitaba el consejo paternal de Alexandre y, por lo tanto, sería lo primero que hiciese, tal vez le convendría reunirse con ella para dialogar cara a cara. Como bien sabía, él deseaba que volviese a contraer matrimonio, aunque no estaba del todo segura de que monsieur Marchant fuese un candidato adecuado. Ya que, una vez pasado el luto, debía hacerlo, necesitaría una perspectiva sensata e imparcial. Pero, por el momento, nada podría hacer, por lo que decidió relajarse retozando con Marc-Olivier, lo que siempre le levantaba los ánimos.

-Te agradezco estos días, chèrie –le dijo Alexandre mientras ella lo acompañaba a la puerta-. Si me necesitas, tan solo escríbeme y volveré en cuanto me sea posible.

Amandine sonrió agradecida y él le tomó las manos con cariño, posando un ligero beso sobre ellas. Realmente le costaba ver a Anatole y a aquel hombre sensible y de afinado sentido del humor como hermanos. Era una lástima que no se hubiese casado, pero Alexandre no era de los que se casaban, y no lo sería jamás.

-Muchas gracias a ti –repuso ella, no queriendo dejarle marchar-. Vuelve cuando quieras, no esperes a que tenga otro conflicto, por favor.

Él rió despreocupado y prometió regresar en unas semanas. Sin más retraso bajó las escaleras de la casa y subió a su caballo que, ensillado por Marc-Olivier, esperaba a su dueño, cepillado, bien alimentado y limpio. Lo acompañó con la mirada mientras se alejaba, incapaz de dejar de agitar su mano a modo de despedida. Sentía que la sensatez se iba con aquel hombre, aunque le quedaban sus sabios consejos.

Tras exponerle la situación planteada por monsieur Marchant, Alexandre le había aconsejado que un hombre de su posición, soltería y edad, bien merecía la pena dar una oportunidad para observar sus intenciones. Apoyaba que Amandine contrajese matrimonio de nuevo con un caballero que tomase las riendas de La Joya, pero debía ser alguien que ya gozase de fortuna propia. Y, en ese aspecto, monsieur Marchant era el candidato ideal. Como él mismo había reconocido, sus tiempos de viajero infatigable estaban próximos a su fin, además carecía de cargas familiares y la fortuna Marchant era de las mayores de la ciudad. En principio, Alexandre no veía obstáculo alguno, a falta del cortejo que haría que Amandine se decidiese definitivamente.

Ella, por su parte, le trasmitió sus deseos de conservar su estado de viudedad por tiempo indefinido, lo cual él no llegó a comprender. A su entender, una rica y bella viuda debía volver a casarse, darse una oportunidad para recuperar el esposo que tan pronto le fue arrebatado y, no menos importante, dar un padre a sus hijas.

Mientras las ideas se agolpaban en su mente, Amandine tomó un sorbo del té que casi había perdido su calor. Pensó en sus encuentros con Marc-Olivier y en que tendría que ponerles fin. La idea le provocó un mohín de disgusto por la libertad que sentía estando con él, con su cuerpo entrelazado al suyo podía ser ella misma, sabía que él jamás la juzgaría ni la haría sentir inapropiada. Aunque su único mérito era comportarse de la única manera que sabía: como un esclavo. Pero ella, si aceptaba la propuesta, sería justa con monsieur Marchant y apartaría al joven de su lado. Por otra parte, sospechaba que para él sería casi un alivio, ya que la tensión de ser sorprendidos por alguien no le compensaba el placer que obtenía del encuentro. Ella sabía que tan solo accedía porque ella era la señora de la casa, si no, preferiría acompañarse de jóvenes mulatas que le reportarían, aunque menos beneficios, también menos ansiedad.

En el momento en que sorbió su último trago de té decidió que cuando recibiera la tarjeta de invitación de monsieur Marchant solicitando visitarla, accedería gustosamente al encuentro. Sería agasajada por segunda vez en su vida con un cortejo tradicional y decidiría si se casaría con él tras comprobar ciertos detalles de su persona.

Más tarde aquella noche, tras acompasar los movimientos de su cuerpo al de Marc-Olivier, se tendió en su amplio lecho mientras la brisa nocturna agitaba las cortinas dibujando fantasmales figuras. Abordó la situación con naturalidad, esforzándose por hacerlo pasar por una orden, no algo que le causase pena. Él aceptó con un leve gesto pero no pronunció palabra alguna. Amandine se giró y contempló su recio perfil bajo la tenue luz de la luna, con una expresión impasible. Le sorprendió la ausencia de júbilo y desahogo, pero más le sorprendió que a ella le molestara su indiferencia.

-Me gustaría agradecerte tu compañía –le dijo finalmente, esperando que aquello le hiciese hablar-. Si quieres trabajar en la casa, el puesto de mayordomo es tuyo. Podrás dejar la incomodidad de la cuadra, en casa se está más limpio y cómodo.

Marc-Olivier negó levemente sin apartar la vista del techo.

-Pensé que te aliviaría el peso de mi carga –susurró ante el insistente silencio de él.

-Así es –concedió el joven al fin-. Aunque me había acostumbrado a él.

Amandine sonrió complacida y rodó sobre su espalda, apoyando medio cuerpo sobre el suyo, aún cubierto de sudor.

-¿Y qué me dices de abandonar la caballeriza?

-No me debe nada, madame –le dijo secamente, dejándose abrazar pero no haciendo nada por acercarse a ella-. Y me gusta mi trabajo.

Amandine no comprendía cómo una cuadra podía ser más atractiva que la comodidad de la casa, donde llevaría ropa adecuada, su trabajo sería tranquilo y comería más que en toda su vida. Aún así no quiso insistir, al fin y al cabo se trataba de un regalo, no una orden.

-Aunque nuestras visitas acaben, siempre estaremos unidos por nuestros actos –susurró ella mientras se tumbaba sobre él, forzándolo a mirarla.

Su mirada, llena de furia cuidadosamente controlada, se clavó en ella. Se dejó besar y acariciar por ella mientras se mostraba impasible pero, por más que se controló, no pudo evitar que el deseo, unido al apremio del tiempo, tomase el control de su cuerpo. Con un movimiento que la sorprendió, aferró sus muñecas y la tomó sin mesura, como cuando debía domar a un caballo nuevo.

Tal y como prometió, Bertrand Marchant regresó el día que se cumplían dos semanas de su partida. Adelantó su visita con el envío de una tarjeta de invitación y acudió a la merienda que Amandine le convidó a la tarde siguiente.

Su tez, bronceada tras el inclemente sol, ofrecía un aspecto joven y curtido a la vez y, su cabello, de un rubio ceniciento, había sido cortado bajo los dictados de la moda. A Amandine le agradó el aspecto que ofrecía, de gallardo caballero. Se había tomado tantas molestias como ella en ofrecer su mejor aspecto.

-Si me lo permite, he de decirle que está usted hermosísima, madame Aubriot –le dijo al tomar asiento frente a ella, con una mesa surtida de té y confituras.

Amandine asintió con gesto tímido, entre volantes malvas y encajes color crema.

-Gracias, monsieur.

-Por favor, llámame Bertrand –le rogó, sirviendo té para ambos-. Me duele que no lo haga.

Ella volvió a sonreír y pronunció su nombre por primera vez, lo que fue el comienzo de un cortejo que duró cuatro meses hasta que, con la llegada de la Navidad, él le habló por primera vez de una boda. Ambos conocían la respuesta pero, aún así, él debía preguntar y ella mostrarse dubitativa al principio. Finalmente, tras infinidad de atenciones por su parte, paseos en barco y a caballo, cenas en la intimidad y almuerzos con Violette y Claudine, ella accedió a convertirse en la próxima madame Marchant.

Se organizó una gran fiesta que duró varios días y contó con la presencia de la flor y nata de la ciudad, además de familiares lejanos. Corrieron ríos del vino de la mejor calidad, comida exótica traída de los lugares más lejanos y, cuando todo aquello parecía no acabar jamás, los recién casados partieron hacia la vieja Europa. Visitarían Irlanda y Francia, con París como destino final.

Amandine hubiese preferido limitar su luna de miel a las islas del Caribe, pero no quiso decepcionar a Bertrand cuando éste, completamente arrebolado, la sorprendió con el pasaje de barco a Europa. La idea de separarse de las pequeñas le causaba una cierta turbación aunque, bien lo sabía, carecía de toda lógica, ya que serían bien atendidas en su ausencia que, además, era bien justificada al tratarse de su viaje de novios.

Los dos meses que permanecieron fuera de Nueva Orleans supusieron la confirmación de que su decisión había sido del todo acertada. Le agradeció a Alexandre, a través de una carta que envió desde París, su consejo de contraer matrimonio con Bertrand. Su nuevo esposo se mostraba solícito y atento a sus necesidades en todo momento, como si no hubiese sobre la tierra ninguna persona excepto ella. En su vida jamás había experimentado semejantes atenciones, y mucho menos por parte de Anatole que, ni en un principio, había mostrado interés en ella.

El regreso a la plantación se produjo entre júbilo y lágrimas cuando, finalmente, pudo estrechar a sus hijas entre sus brazos. Le pareció que las pequeñas habían crecido en su marcha y fue incapaz de dejar de besarlas y abrazarlas durante largo rato. Ellas, disfrutando de su regreso y de los regalos que les había traído, se mostraron agradecidas de tenerla de nuevo cerca. Habían añorado a su madre aunque la ausencia de sus continuas atenciones habían supuesto para ellas un descanso, a pesar de que ninguna se atrevía a reconocerlo en voz alta.

Y, con la lentitud con la que se desarrollaba la vida en el sur, la familia se fue adaptando a la nueva situación. Amandine gozaba de la compañía de un esposo solícito que no requería de la compañía de esclavas ni la avergonzaba con su actitud o aspecto, además de Violette y Claudine que, por deferencia a su madre, habían aceptado al desconocido con los brazos abiertos. Por primera vez formó parte de una auténtica estampa familiar y respiró tranquila, sabiendo que había tomado la decisión más acertada para todos los afectados.

El afecto que comenzaba a sentir por su esposo crecía a medida que comprobaba que su promesa de cesar en sus viajes se cumplía. Había aprendido a tomar las riendas de la plantación y lo hacía con firmeza y efectividad, quitando de los hombros de Amandine la carga que suponía semejante tarea. Revisaba la contabilidad, acudía a subastas, supervisaba el trabajo del capataz e imponía con justicia sus normas. Incluso Alexandre se mostró complacido por la facilidad con la que la situación había encajado y todos parecían satisfechos.

-¿Y para cuando un pequeño Marchant? –preguntó durante una cena que compartieron los tres-. En breve se cumplirá el primer año de la boda.

Bertrand y Amandine se miraron y sonrieron. Ella se enjugó las comisuras con el borde de una servilleta antes de responder.

-Aún faltan varios meses para nuestro aniversario, querido Alexandre. Pero respondiendo a tu pregunta, esperamos que la llegada de nuestro primer pequeño no se retrase mucho más.

Bertrand asintió confirmando sus palabras.

-Deseo un hijo con todo mi ser –manifestó entre bocado y bocado.

Los tres rieron despreocupados y, tras la marcha de Alexandre, la pareja se retiró a la salita donde Bertrand tomó una copa de ron y Amandine tomó asiento a su lado. Le acariciaba la rodilla mientras él tomaba pequeños sorbos, aparentemente ajeno a ella.

-¿Te ocurre algo, querido? –le preguntó finalmente, sorprendida de su distanciamiento.

La miró como si reparase en ella por primera vez y sonrió tontamente.

-No, todo está bien –susurró y la besó en la frente.

Pero, lejos de quedar convencida, Amandine insistió.

-Por favor, quisiera saber lo que te preocupa –dijo apoyando la cabeza en su hombro.

-Es el trabajo en la plantación –dijo entre un largo suspiro-. En ocasiones me siento atrapado.

-Lo haces muy bien –le aseguró ella, tratando de conferirle valor-. La Joya jamás había sido más productiva antes de tu llegada.

Él sonrió y le acarició el cabello.

-Lo sé, y pongo todo mi empeño en ello, pero me cuesta permanecer en un lugar. Con el tiempo me acostumbraré, no te preocupes, querida.

Pero Amandine no pudo evitar inquietarse. Temía que algo alterase la felicidad repentina que reinaba en la casa, como si esta pendiese de un hilo a punto de quebrarse. Sabía que debía poner todo de su parte para colaborar a mantenerla.

-¿Por qué no haces un pequeño viaje? –le preguntó levantando la mirada hacia él.

-Ahora es imposible –dijo, acompañando sus palabras por un gesto de negación-. He tenido problemas con las nuevas compras y estoy en plena negociación de precio con un comprador. Quizá más adelante podamos irnos de viaje con las niñas, querida, pero ahora no.

En parte satisfecha por la seriedad y el compromiso de Bertrand, Amandine volvió a reposar la cabeza en su hombro y se limitó a escuchar su respiración mientras tomaba su bebida. Aunque, como una amenaza agazapada entre las sombras de sus pensamientos, temía que su esposo explotase antes de que aquellas vacaciones se materializasen.

-Buenas noches, ma chéries –les deseó tras la cena y, después de cubrirlas de besos, las despidió y quedó a solas.

Las tres habían cenado sin Bertrand que, tras el trabajo acumulándose sin cesar, rara vez las había acompañado en el último mes. Aún así, Amandine ordenaba que se dispusiese un servicio para él y se llenase su plato de sus manjares predilectos que, cuando la cena finalizaba y las criadas recogían la mesa, se mantenía caliente hasta que llegase. Solía hacerlo bien entrada la madrugada, cenaba en solitario, tomaba varias copas para relajarse y se quedaba dormido en la salita antes de que Amandine bajase a buscarlo para acompañarlo a la cama.

Aunque con evidentes diferencias, no podía evitar que la situación le recordase Anatole, por lo que se proponía hacer todo cuanto estuviese en su mano para evitar que degenerase hasta un punto en el que fuese imposible retroceder. Se ocupaba de que su cena fuese apetecible y permaneciese caliente, en que el suministro de ron no se interrumpiese y en despertarse en mitad de la noche para guiarlo escaleras arriba.

Abandonó el comedor sabiendo que en unas horas tendría que regresar a por él y subió a su habitación. Sus pensamientos se debatían entre el orgullo que le producía su entrega y la frustración por ver como perdía a su esposo por la misma causa. Era un hombre responsable enfrentándose con una situación que jamás había experimentado y debía ser paciente con él.

Cuando su instinto la despertó, varias horas después y bien entrada la noche, se puso sobre el camisón su batín de seda y bajó al piso inferior acompañada por la iluminación de una lámpara de aceite. Tal y como esperaba, lo encontró tumbado en un diván con el vaso vacío precariamente apoyado en su muslo.

-Querido –le susurró acariciando la mejilla en la que comenzaba a crecer barba-. Vamos arriba.

Él se revolvió y de su boca salió una vaharada de un intenso aroma a alcohol y comida a medio digerir. Amandine aguantó las arcadas e insistió en despertarle.

-Vamos, chèri –le dijo al oído con cálida voz-. Si duermes aquí amanecerás con un insoportable dolor en la espalda.

Abriendo un ojo lo justo para verla, Bertrand frunció el ceño con enojo y, molesto de repente, la apartó de un manotazo.

-Déjame dormir –gruñó y se acomodó en el diván, dándole la espalda.

-No, no es lugar para pasar la noche –dijo en voz alta mientras le giraba el brazo intentando que se girase hacia ella.

-¡He dicho que no, maldita sea! –bramó mirándola con furia-. El trabajo me consume todo el día, lo que quiero es dormir sin interrupciones.

Amandine dio un paso atrás, sorprendida y herida por igual. La angustia por las dolorosas palabras que le había dirigido Anatole en el pasado de repente acudieron a ella y se sumaron a las de Bertrand, causándole un torrente de lágrimas que ocultó bajo sus manos mientras subía las escaleras de nuevo a su habitación. Había olvidado la lámpara y tan solo se percató cuando se dejó caer en el lecho, sumida en la oscuridad y sacudida por la tristeza que de pronto la embargó, desatando con toda su fuerza la certeza de sus miedos.

-Siento mucho mi comportamiento de la noche pasada, ma chérie.

Ella había dudado de que él recordase lo que le había dicho pero, para su sorpresa, así fue. Bertrand había acudido a su habitación antes de comenzar su jornada en la plantación y ella no estaba dispuesta a que rogase demasiado. Se lanzó a sus brazos y lo cubrió de besos, recibiendo sus disculpas como agua en un desierto. Él suspiró aliviado y correspondió a sus muestras de afecto antes de recordarle que debía salir hacia una subasta que tendría lugar aquella misma mañana.

Espantando de un plumazo todos sus temores se dejó caer de nuevo en el lecho y esbozó una plácida sonrisa que reflejaba la tranquilidad que su alma sentía en aquel momento. Se dijo a sí misma que el alcohol, en algunas ocasiones, sacaba lo peor de las personas. No era su caso, que cuando comenzaba a sentir los efectos de una copita de licor su actitud se tornaba relajada y risueña pero, había sido testigo, no todos reaccionaban igual ante el mismo estímulo.

Pero asistió estupefacta, unas semanas después, a una situación doblemente dolorosa cuando, al bajar a recogerlo para acompañarlo a la cama, él le propinó un manotazo que la derribó al suelo. Incapaz de creer lo que había ocurrido, subió de nuevo las escaleras cubierta por un mar de lágrimas que apenas le permitía ver. Pasó la noche en vela excepto por los escasos sueños que la hicieron despertar bruscamente cubierta de sudor. A la mañana siguiente confiaba en una sentida disculpa, pero esta no llegó. Escuchó su voz pidiendo su caballo y más tarde partiendo hacia la ciudad, y no supo nada de él el resto del día. Aquella noche no fue a buscarlo y él tampoco apareció en la habitación que ya casi no compartían. Su ausencia se fue notando cada vez más hasta que, prácticamente, vivía en la planta baja de la casa.

Violette y Claudine le preguntaban donde se encontraba y ella, forzando una sonrisa, lo disculpaba aduciendo a la cantidad de trabajo que tenía que soportar. Aparentemente satisfechas con la respuesta, con el paso de los días también dejaron de preguntar por él, lo que convirtió la vida de Amandine en lo que era antes de casarse con Bertrand.

-¿Cómo has tenido el día, querido? –le preguntó una noche en la que esperó su llegada en el comedor.

Él parecía sorprendido al verla, pero comenzó a cenar como si estuviese solo en la estancia.

-Ocupado –masculló entre bocados.

-¿Te gustaría dormir esta noche en nuestra habitación? –Amandine no pretendía ser tan directa, pero estaba a punto de acabar la cena y sabía que se levantaría y la dejaría allí sola.

Bertrand levantó la vista y la miró con ojos velados, tras lo cual se encogió de hombros y se metió otra cucharada de arroz en la boca. Apuró el resto de la comida y se puso en pie, ella lo siguió y se encaminaron al dormitorio donde, sin detenerse en detalles, le subió el camisón hasta el cuello y se tumbó sobre ella. Amandine agradeció que su rostro no fuese visible, no quería que él viese sus lágrimas al sentirse atrapada bajo aquel cuerpo sudoroso, sucio y jadeante. Las caricias y las palabras de amor del pasado habían muerto, tan solo quedaba lo que acababa de recibir.

-¿Qué te ha pasado? –le preguntó cuando él comenzaba a abrocharse los botones del pantalón, con claras intenciones de salir de la estancia.

-¿A qué te refieres? –inquirió sorprendido.

-Siento que no te conozco…

Bertrand soltó una risa amarga.

-Tu querida plantación me ha convertido en lo que ves –escupió las palabras con asco.

Ella lo miró estupefacta, con deseos de responder pero incapaz de hallar las palabras correctas. Impotente, se llevó las manos al rostro y cerró los ojos, como si no verle borrara su presencia, pero no fue así. Escuchó cómo salía de la habitación dando un portazo tras de sí y, casi sin detenerse en valorar las consecuencias, Amandine le siguió hasta el salón. Al entrar le contempló mientras se servía una copa de licor y a continuación se tumbaba en el diván brocado. Que él no pareciera sorprendido de que ella lo siguiera la enfureció, pero decidió hacer frente a la situación como si se tratase de sus hijas. Con ellas hablaba de una forma distinta al resto de los adultos y parecía que ellas la comprendían. Esperaba que con Bertrand funcionase de igual modo.

-Por el tiempo que le dedicas intuyo que el capataz no es de tu entera confianza, ¿es así, chéri?

Tras un largo sorbo él asintió sin ganas. Se acomodó y la observó mientras ella se acercaba con una sonrisa en el rostro.

-En ese caso tal vez se le debería despedir –dijo lentamente, con cuidado de expresarse de una forma que él no lo considerase una orden-. Así únicamente tendrías que supervisar su trabajo. Pasarías más tiempo en casa y podríamos viajar como siempre hemos querido.

Él se puso en pie de un salto, apuró el resto del licor y la miró enojado. Amandine no se podía creer que sus palabras no hubiesen conseguido el efecto balsámico que buscaba. En su rostro se dibujó una expresión de impotencia y en sus ojos se agolpó un torrente de lágrimas amargas.

-¿Sabes cuánto cuesta conseguir un capataz con el suficiente seso como para tratar a los esclavos como las piezas valiosas que son? ¡En cuanto se le da a un blanco un poco de poder sobre la situación se convierte en un desastre! –bramó, volviendo a servir licor en la copa-. ¡Pero por supuesto que no lo sabes! Tú sólo te ocupas de mantenerte bella, como si con eso bastase para mantener a flote una plantación de estas dimensiones.

Amandine no podía creer lo que acababa de escuchar ni el motivo por el que había escupido esas palabras llenas de veneno. Él sabía muy bien que fue ella quien se ocupó de todo desde el fallecimiento de Anatole, y siempre se había encargado de que sus capataces no abusasen de su autoridad. La plantación Aubriot podía presumir que sus esclavos se encontraban bien cuidados, lo que los convertía en menos dispuestos a huir o rebelarse. Incluso Alexandre había alabado en alguna ocasión su buena mano con las finanzas, y el mismo Bertrand se había mostrado de acuerdo. Llegó a la conclusión de que lo único que buscaba era herirla, aunque fuese con mentiras.

-Haz lo que gustes –murmuró con cansancio mientras se dirigía a la puerta.

-¡Detente! –bramó él tambaleándose hacia ella-. No he acabado de hablar contigo.

Le había aferrado el brazo y se lo apretaba con fuerza creciente. Supuso que la embriaguez le impedía ser consciente de su propia fuerza, así que aguantó el dolor y le miró, esperando lo que tenía que decirle.

-¿Y bien? –le apremió mientras imprimía más fuerza a cada instante.

-¡No vuelvas a decirme cómo gobernar esta casa, mujer! Querías un hombre que se ocupara de todo y es lo que llevo haciendo desde que nos casamos. ¿Pensaste que, porque no conocía el trabajo duro, me rendiría? ¡Pues no es así, yo soy un caballero de honor, cuando me comprometo lo hago con todas las consecuencias!

Las lágrimas de dolor rodaron mejillas abajo en el rostro de Amandine, cuyo brazo parecía enrojecido bajo la tenue luz de las velas.

-Te has convertido en otra persona… -susurró a la vez que intentaba zafarse, pero él la tenía presa con garras de acero.

-Tal vez no quisiste ver la realidad, chérie –se apresuró a responder con una endemoniada sonrisa en sus labios-. La prisa no es buena consejera.

Sus palabras se clavaron en ella como un puñal que le dolió más que el propio brazo. Ella no había tenido prisa para volver a contraer matrimonio y él le había parecido un candidato idóneo, al igual que a Alexandre, por lo que no había motivo para rechazarlo. Ese fue el motivo de haber aceptado, no la premura por obtener un esposo. Con pena recordó la paz que reinó en su casa desde el fallecimiento de Anatole y que, ahora por Bertrand pendía de un hilo.

-¿Puedo irme? –le preguntó con temor.

Él la miró con cierto asco y, al ver como la tenía sujeta, la zarandeó antes de soltarla, con tanta furia que ella se agitó y a punto estuvo de perder el equilibrio.

-Lárgate –susurró él cuando ella ya había abierto la puerta y se disponía a desaparecer del salón.

A pesar de su evidente embriaguez, se sorprendió por la claridad de su mensaje y cómo fue capaz de sintetizar todas sus frustraciones en unas pocas oraciones. Sentía lástima por cómo había degenerado su relación con su esposa, pero ya tenía una edad y debía reconocer que su tiempo de viajero temerario había acabado. Aunque no estaba habituado al trabajo ni a cumplir un horario, ni a vigilar a otras personas, se había adaptado bien y le satisfacía lo que hacía. Le agradaba el trabajo bien hecho y el llegar a casa agotado y hambriento con la promesa de un día siguiente igual de ocupado. La peor parte era la insistencia de Amandine de conservar la relación que compartían al comienzo, eso ya no podría recuperarse y debía conformarse con el giro que había dado desde entonces. Ella tenía un esposo que se había revelado como un auténtico gobernante y eso era lo que debía importarle, el asegurar La Joya para sus hijas. Le enojaba sobremanera que no pudiese ser como las otras esposas, tan ocupadas de sus cosas que olvidaban que tenían un esposo. Él no había tomado una concubina ni se emborrachaba fuera de casa, consideraba que era más de lo que otras tenían. Desde su punto de vista ambos habían ganado con el matrimonio. Creía firmemente que ella tan solo necesitaba habituarse al cambio, con el tiempo reconocería que la figura masculina que se ocupaba de los asuntos engorrosos era mejor que cualquier idea romántica del esposo devoto y enamorado. Cuando eso ocurriera, él no tendría que ser brusco con ella y podrían relacionarse con la cortesía que se debían el uno al otro.

Sonrió satisfecho de su claridad mental y se obsequió con otro trago de licor. Le vendría bien para dormir y a la mañana siguiente se levantaría descansado y preparado para una dura y gratificante jornada.

-¿Si, madame? –le preguntó Marc-Olivier desde el marco de la puerta del saloncito.

-Pasa y cierra la puerta –ordenó Amandine sin levantar la vista de la labor que tejía.

El joven obedeció y se cuadró frente a ella que, finalmente, le miró con ojos vacíos que le indicaron que tomara asiento a su lado.

-¿Ocurre algo, madame? –inquirió con cautela ante el silencio que se había instalado entre ambos.

-Así es, Marc-Olivier –respondió con desgana-. ¿Me harías el favor de subir a mi habitación en cuanto oscurezca?

El tiempo que se habían dejado de visitar había dejado una huella en él que, antes de  aquel instante, creyó que había cicatrizado. A pesar de sus inconveniencias, el yacer con ella le proporcionó el mayor placer físico que había sentido jamás. Era un joven apuesto que levantaba suspiros de admiración a su paso, pero era incapaz de imaginarse desnudando a alguien que no fuese ella. Y ahora, nublado por sus propios deseos, solo pudo asentir sin que las palabras acudiesen a sus labios. Hizo una ligera reverencia y desapareció del salón mientras su rostro expresaba una preocupación que estaba muy lejos de la alegría que sentía su corazón.

Sobre la tarde cayó una noche preñada de estrellas y lejanos sonidos de cánticos a la vez que Amandine salía de la tina llena de agua perfumada de jazmín. Se había dejado la melena suelta en ondas que rebotaban entre sí, tal y como le gustaba a Marc-Olivier para enredar sus dedos en las sedosas hebras. Cubrió su desnudez con una fina bata de raso y se tumbó en la cama.

-Adelante –murmuró con una mezcla de sentimientos de temor y a la vez de excitación.

Para su fortuna, el nudo de su estómago se deshizo al ver aparecer al joven que, fiel a su palabra, había acudido puntual. Desde el lecho, Amandine percibió su respiración agitada y el movimiento de su pecho bajo el fino tejido de su camisa, sin duda habría entrado en la casa con el miedo atenazándole las entrañas.

-A su servicio, madame –dijo él, con tono sumiso.

Ella se limitó a abrirse la bata y exponer su cuerpo desnudo. Durante unos instantes él abrió desmesuradamente los ojos, pero no tardó en tirar del cuello de la camisa hacia arriba, desabotonar el pantalón y dirigirse a ella con actitud decidida. Amandine separó las piernas y lo acogió como sabía que él deseaba y, para su sorpresa, cerró los ojos al desvanecerse en los brazos que le ofrecían lo más parecido a un hogar que había experimentado hasta el momento.

-Te prometo que no volveré a casarme –susurró ella la noche siguiente-. Pero tú deberás aceptar el puesto de mayordomo.

-Me gustan los caballos, madame –se apresuró a responder, sin poder ocultar la sonrisa de satisfacción ante lo que acababa de escuchar.

Amandine suspiró poniendo los ojos cómicamente en blanco.

-Pero yo quiero tenerte cerca –repuso-. Y, por el amor de dios, puedes llamarme por mi nombre de pila.

-No –negó el categóricamente-. Temo acostumbrarme y equivocarme cuando haya alguien presente.

Incapaz de debatir su lógica, prefirió callar y sonreír. Agazapados como estaban en la oscuridad del salón, esperaban la llegada de Bertrand, que aún se encontraba tomando su cena en el comedor. Habían decidido administrar una dosis sedante en la botella de licor y, cuando se encontrase lo suficientemente ebrio, aferrar un almohadón contra su rostro. Muchas ideas habían sido consideradas, pero decidieron que debían aprovechar la situación tal y como se presentaba. La borrachera diaria y un desafortunado desmayo serían los causantes.

La estancia era lo bastante grande para albergar a los tres sin que Bertrand se percatase de su presencia, pero debían permanecer durante un tiempo indefinido en la misma postura, por lo que Amandine cubrió el entarimado de madera con una suave colcha donde se acomodaron lo mejor posible. Mientras esperaban se regalaron caricias y besos rápidos que, finalmente, fueron interrumpidos por el chirrido de la puerta al abrirse.

Escucharon el sonido sordo de sus pies dirigiéndose al diván frente al que había dispuesta una mesita con una botella de licor y una copa. El sofá crujió bajo su peso al dejarse caer en él, y el cristal contra cristal les hizo esbozar una sonrisa de victoria. Permanecieron allí escuchando el mismo sonido una y otra vez, algún sonoro eructo y, finalmente, plácidos ronquidos.

Amandine le hizo una señal y Marc-Olivier, más que dispuesto a deshacerse de su competidor, salió de su escondite en dirección a Bertrand, tomando por el camino uno de los esponjosos cojines rellenos de plumón de ganso. Contempló como los fornidos brazos morenos lo apretaron contra el rostro dormido e, inmediatamente, un leve forcejeo ante el repentino despertar de Bertrand. Durante unos breves instantes sintió lástima por él y la poca oportunidad que tenía ante la fuerza animal de su amante.

La lucha, si podía llamarse así, terminó apenas unos minutos después de empezar. Cuando un brazo y una pierna cayeron flácidos desde el diván, Marc-Olivier giró el cuerpo inanimado hasta dejarlo con el rostro hundido en almohadón. Se retiró unos pasos y contempló la imagen, convencido de que, ante cualquiera que lo viese en las próximas horas, su aspecto era el de un borracho que se había ahogado tras desmayarse boca abajo.

Amandine se puso en pie y, tomándolo de la mano, se dirigió a la puerta. La abrió y oteó el vestíbulo pero, tal y como esperaba, se hallaba desierto. De la cocina se derramaban leves sonidos de voces, que supuso serían la cocinera y la doncella terminando de limpiar la cena de Bertrand.

Subieron presurosos la escalera hasta la habitación, y una vez asegurada la puerta con cerrojo, se arrancaron las ropas de camino a la cama, que los aguardaba deshecha desde que la habían abandonado unas horas antes.

-Cuanto te deseo… -murmuró él con el rostro enterrado entre los cabellos de ella.

-Di mi nombre –le rogó Amandine con voz ronca de placer-. Al menos una vez.

Marc-Olivier no pudo evitar que el momento que estaba viviendo le desatara más allá de lo que él mismo se creía capaz. En muchas ocasiones había pronunciado su nombre en voz alta, era como un canto a la felicidad que, no por prohibida, le restaba valor. Acercó sus labios al oído de ella que, al notar su contacto, se erizó el vello de todo su cuerpo. Rozó con la lengua la cavidad y finalmente susurró el nombre, tan dulce que solo pensar en él le arrastraba hacia placeres prohibidos.

Para ella fue el pináculo de una noche para recordar el resto de su vida y, cuando se dejaron caer a punto de desfallecer, se enroscaron en un abrazo que debían aprovechar hasta que amenazara la luz del alba.

-Quiero que sepas que no llegué a matarlo –dijo de improviso-, tan sólo lo dejé inconsciente. Pero eso sumado al efecto del alcohol y a la posición…

Deshaciéndose de sus brazos Amandine se incorporó y lo miró fijamente, con cierto aire de enojo. Él temió seguir hablando y las palabras murieron en su garganta.

-No es eso lo que planeamos –dijo ella secamente.

-Lo sé –admitió y con una sonrisa trató de tranquilizarla-. Pero no quiero matar a un  hombre a menos que mi vida corra peligro.

-¡Vaya! –exclamó ella, soltando una risa plagada de sarcasmo-. Parece que has olvidado a Anatole.

Marc-Olivier se encogió de hombros y la atrajo de nuevo hacia él, pero ella opuso resistencia y él decidió no insistir.

-Lo mató el veneno –aclaró con deseos de que ella comprendiese su punto de vista-. Y a Bertrand lo habrá matado, si no está muerto ya, un cúmulo de circunstancias.

-¿Y lo que le pusiste en el licor?

-Sólo lo adormeció y me facilitó el darle la vuelta. Sin ello habría podido despertar y respirar. Con la droga nos aseguramos que no despertará y se asfixiará.

-¿Estás seguro que ocurrirá así? –le preguntó, algo más convencida pero aún con un rastro de desconfianza en la voz.

-Del todo –le aseguró, atrayéndola de nuevo y contemplando satisfecho como esta vez sí se dejaba abrazar-. A Anatole le mató un ataque a su cebado corazón y a Bertrand la torpeza del borracho. No tienes nada de qué preocuparte, ahora descansa porque mañana deberás desempeñar el papel de viuda desconsolada.

-Y es agotador –susurró ella notando como el sueño la vencía suavemente.

Entre el trasiego de idas y venidas, Amandine sabía cómo desenvolverse en su papel. Fue la inconsolable y recurrente viuda que todo el mundo esperaba ver, recibiendo de conocidos y familiares todo tipo de condolencias.

El duelo se instaló en el mismo salón en el que fue encontrado el cadáver y ella tomó asiento en el lugar central, frente al féretro abierto rodeado de flores frescas. Se obligaba a sí misma a contemplarlo y dejar escapar algún sollozo, tras lo cual ocultaba su rostro en un pañuelo y agitaba los hombros suavemente. No pretendía simular algo que fuese interpretado como una actuación, pero tampoco podía conducirse con naturalidad. Nada hacía sospechar que no fuese un ahogamiento a causa de la mala fortuna de caer con nariz y boca contra el almohadón, pero sabía que levantaría habladurías por toda la ciudad. Pasara lo que pasara las viejas damas tendrían que llenar sus insulsas vidas con jugosos cotilleos y ella sabía que, dada su poca vida social, era pasto de las más mordaces críticas.

-¿Qué hace esto aquí? –una voz femenina alarmada llamó la atención de los presentes-. He estado a punto de caer.

Un caballero se agachó y recogió la manta en la que la dama había enredado su calzado. Amandine contempló horrorizada la tela que colgaba desafiante ante los ojos de varias decenas de asistentes. Dejó escapar un gemido de terror y se cubrió la boca con la mano, forzándose a sí misma a no delatarse.

-Lo siento –siseó la señora al ver que su grito había robado la atención de los presentes.

-Llévese esto de aquí ahora mismo –ordenó el caballero a una doncella que había acudido al alboroto.

Al confirmar que el hallazgo nada había significado, Amandine suspiró aliviada y ahogó una sonrisa de placer.

-No creo que mi corazón pudiese soportar otro accidente fatal en esta casa –murmuró en dirección a sus acompañantes más cercanos.

Asintieron comprensivos y alguien descargó una mano en su hombro en un intento de mostrar apoyo. Ella la cubrió con la suya en señal de agradecimiento y retomó sus sentidos sollozos. Mientras, en su interior, no cabía en sí de gozo.

Al llegar la Navidad, época que desde sus primeros recuerdos la hacía feliz, debió fingir cierto desconsuelo aunque en su mesa no faltaron bandejas de carnes asadas, verduras, jamones, pastelillos fritos y, a petición de Violette y Claudine, una descomunal montaña de beignets. Amandine no era partidaria de consumirlos fuera de la cuaresma, pero se esforzó por dotar aquellos días de ambiente festivo. Sabía que el fallecimiento de Bertrand suponía un golpe para ellas, aunque el evidente distanciamiento de los últimos meses facilitaba la cicatrización de la herida.

Convidó a Alexandre, que pasó todas las fiestas en La Joya, y recibió visitas de la familia Marchant, además de innumerables regalos y tarjetas de invitación que ella, cortésmente y tras sentidas cartas, rehusó. Había quedado claro que, aparentemente, la ciudad entera sentía lástima de la viuda por segunda vez.

En una de sus visitas, la anciana madame Marchant había llorado desconsoladamente por la ausencia de un nieto, tanto fue así, que el corazón de Amandine se resquebrajó y no pudo evitar sembrar una semilla de esperanza en la desolada anciana, haciéndole saber que en pocos días sabría si efectivamente Bertrand había fallecido sin dejar descendencia. La endeble esperanza mantuvo a la honorable señora en pie durante dos largas semanas, hasta que Amandine le hizo saber que no estaba encinta. Aborreció romper la poca esperanza que albergaba, aunque se dijo a sí misma que si en efecto lo estaba, no sería del finado.

Con la llegada del año nuevo también se reanudaron sus encuentros con Marc-Olivier, el cual había tomado cargo del puesto de mayordomo, aunque siempre que podía se escabullía a la caballeriza a supervisar que los animales fuesen tratados con delicadeza. Su choza continuaba siendo suya, a pesar de que casi cada noche subía, refugiado entre las sombras, al lecho de Amandine, que aguardaba entre efluvios de agua de rosas y aceite de jazmín.

Nada se interponía entre ambos durante esas noches prohibidas en las que se sentían como si hubiesen caído en el paraíso. Durante el día habían pactado no dirigirse la palabra, aunque ambos habían faltado a ella, incapaces como eran de mantener la vista apartada del objeto de deseo si este se cruzaba. Él era conocedor de los rumores de los que eran objeto, pero su nuevo puesto de autoridad en la casa y el hecho de que jamás habían sido sorprendidos, colaboraban para que no pasasen de ser meras murmuraciones malintencionadas. Estaba seguro que los múltiples ojos de los otros esclavos habían sido testigos de sus huídas a medianoche y sus llegadas al amanecer pero, aún, no habían sido capaces de pillarlos desprevenidos. En su fuero interno sabía que el día llegaría pero se negaba a preocuparse por ello, ya lo resolvería cuando tuviese que hacerlo. Por el momento sus esfuerzos y energías las dedicaba a satisfacerla a ella en todos sus deseos que, para su propio placer, también eran los suyos.

Desde el fallecimiento de Bertrand el funcionamiento de La Joya recayó en manos del capataz pero, muy a su pesar, Amandine corroboró por sí misma que tuvo razón al manifestar su descontento con los métodos usados para mantener ordenados a los trabajadores. Durante un paseo con Alexandre y las niñas pudo ver en primera persona como atizaba sin piedad a un par de jóvenes que, según sus propias palabras, ganduleaban en lugar de trabajar.  La imagen le causó tal incomodidad que Alexandre se hizo cargo de la situación. Aquel mismo día se puso en contacto con cierto caballero que le proporcionó al que dijo era un excelente capataz, aunque sólo sería contratado si podía llevar con él a su esposa e hijos. Así se dispuso y a la mañana siguiente comenzó su trabajo en el que no se daría uso al látigo salvo excepciones como intento de fuga o defensa propia. Afortunadamente para Amandine, tanto Alexandre como el nuevo capataz compartían su opinión de no torturar a los esclavos, aunque ella sospechaba que muchos de los que compartían su opinión lo hacían porque no resultaba económico dañar un valioso instrumento de trabajo. Por su parte, había crecido rodeada de rostros negros y mulatos, aunque jamás vio a su padre golpear a ninguno, por lo que el mero hecho de contemplarlo le causaba un profundo dolor. Más si cabe, cuando imaginaba un látigo restallando contra la ancha y viril espalda de Marc-Olivier, lo cual le atenazaba el estómago.

-No tardes en invitarme de nuevo –le dijo Alexandre, regando sus palabras con la alegría habitual en él-. Sabes que volveré.

Amandine soltó una risa contenida, aunque hubiese deseado carcajearse del tono y los ademanes que hacía cuando hablaba con ella. Se alegraba tanto de tenerlo en su vida que le supuso un esfuerzo no mostrar la felicidad que sentía en su compañía.

-Eso espero, chèri –aseguró mientras lo acompañaba a la puerta que Marc-Olivier mantenía abierta para él-. Soy muy afortunada de que puedas venir siempre que quieras.

-Si tuviese una esposa no me dejaría acercarme a una dama tan bella y elocuente como tú, así que yo también soy afortunado.

-Oh, eres un adulador –se quejó ella con zalamería.

Cuando había sacado medio cuerpo a la galería de repente se dio la vuelta y se acercó a ella con aire conspirador.

-Desde que estés lista nos pondremos en marcha para encontrarte un nuevo esposo. Te prometo que esta vez tendré mejor ojo y, desde luego, será uno que no muestre tanta inclinación por el licor ni las criadas.

Dicho lo cual, le guiñó el ojo y bajó la escalinata sin esperar respuesta ni mirar atrás. Subió su corpachón al carro y partió sacudiendo un brazo a modo de despedida. Marc-Olivier cerró la puerta y, sin pronunciar palabra alguna, la dejó a solas en el vestíbulo. Ella imaginó que le había desagradado lo que acababa de escuchar, y así fue cuando, aquella noche, la interrogó sobre sus intenciones de contraer matrimonio de nuevo.

-Sabes que no es así –le aseguró ella, incapaz de ocultar la sonrisa que le provocaba su repentino ataque de celos-. Ya lo he hecho dos veces y no tengo que decirte cómo ha acabado. Si siguiese así terminaríamos con toda la población masculina de la ciudad.

Sus propias palabras la hicieron reír y se dejó caer lánguidamente sobre el mullido colchón. Esperaba que él la acompañase, pero el joven aún no parecía convencido del todo y permanecía en pie, como si esperase una respuesta que le convenciese del todo.

-Aún eres joven, hermosa y posees una fortuna, eres una víctima perfecta para cualquier caballero de dudosas intenciones.

-¿Cómo tú? –le preguntó juguetona.

Él se burló con una mueca de desprecio.

-Yo soy el único que no sacará nada de ti.

-Por supuesto. Tú me quieres por mis cualidades, no por mis posesiones, ¿verdad, chèri? Soy afortunada.

La mirada de Marc-Olivier echaba chispas de ira cuando se acercó a ella y la tomó por las muñecas. Ella se sorprendió y de sus labios se borró la sonrisa socarrona.

-Así es –dijo con tono amenazador-. Yo te quiero entera, de la mañana a la noche, te quiero tanto que pongo en juego mi propia vida cada noche. Y te quiero aunque este amor nunca me permita pasear contigo de la mano, ni hacerte mi esposa, ni siquiera hablar de la felicidad que me causa tu compañía. Pero con lo poco que tengo soy feliz, como jamás lo he sido en toda mi miserable vida.

Amandine no podía apartar la vista de él, la pasión que puso en sus palabras fue mayor que la que había puesto nunca entre las sábanas. El silencio cayó sobre ambos hasta que, sobresaltándola, se arrojó sobre ella y la poseyó con un arrebato inusitado en él. Como si no se tratase de un esclavo y su ama, ni de un hombre que adora a su amante, sino de un deseo que debía satisfacerse aún a riesgo de morir.

-Lo siento –se disculpó él cuando se sintió satisfecho y rodó a su lado.

Aunque una señora no debía gustar de aquellos placeres, Amandine no podía ocultar la sonrisa satisfecha de su rostro. La unión había supuesto algo nuevo para ella y, a la par, totalmente desconcertante debido a su naturaleza primitiva.

-No es necesario –murmuró con timidez, observando el techo.

-No volverá a ocurrir –aseguró él con arrepentimiento en la voz-. Pero he de confesar que el imaginarte entregada a otro hombre me puso furioso. Te prometo que, en lo sucesivo, sabré controlarme.

Aunque Amandine esperaba que aquel acceso de ira se repitiese en el futuro, nada dijo sobre el particular. En cambio, se tumbó sobre él, apretando los senos contra su pecho sudoroso y aún agitado. Aprovechó las gotas de sudor para deslizarse y sintió como, poco a poco, la frotación despertaba de nuevo el deseo en él.

-¿Así que sientes celos? –le preguntó intencionadamente y él, al comprobar que su arremetida no había causado efectos negativos en ella, la tomó de la cintura y acompasó sus movimientos a los suyos.

-Desmedidos –confesó con una sonrisa maliciosa-. Así que será mejor que no me tientes.

Ella sonrió y se sentó a horcajadas sobre él, orgullosa al contemplar el efecto placentero que su postura provocaba en el cuerpo color nogal de él. Cuando estaba a su lado le resultaba imposible desear estar en otro lugar, y rió para sí al recordar los insípidos encuentros con Anatole y Bertrand que, afortunadamente, habían terminado para ella.

Dos años pasaron envueltos en una calma dulce y cálida, lenta como el sirope, sin altibajos ni excesivas complicaciones, aparte de las revueltas habituales en aquellas zonas sureñas. La fortuna de Amandine creció considerablemente al recibir la herencia de Bertrand, con buena disposición por parte de la familia Marchant. Su encanto y su discreción eran las claves para que esto ocurriese de nuevo, nada de escándalos ni visitas de caballeros a su casa que pusiesen su nombre y el de su difunto esposo en entredicho. Nunca gustó de exhibirse en público ni acudir a fiestas y, por primera vez en su vida, agradeció ese rasgo de su carácter en lugar de maldecirse por no ser más social.

Marc-Olivier gozaba de una libertad que otros esclavos ni soñaban con poseer. Además de su puesto oficial de mayordomo, podía retirarse en cualquier momento a las cuadras, donde se sentía en su hogar. Y, dada las pocas visitas que se recibían, esto ocurría muy a menudo. Por temor a la extensión de rumores, Amandine renovó por completo al servicio doméstico. Ordenó vender a la cocinera, las doncellas y los lacayos y, como no era partidaria de separar familias, se vio obligada a deshacerse también de algunos trabajadores del campo. Finalmente, el capataz contratado por Alexandre había hecho un excelente trabajo renovando la mano de obra sin provocar un descalabro más allá de lo esperado. Para su satisfacción dejó de cruzarse con Babette pero, como si le debiese algo a Anatole, se ocupó de que fuera vendida para trabajar en la casa, no en el campo. Su nueva ama era una dama viuda que precisaba una joven de compañía que poco tendría que trabajar, aparte de escuchar sus peroratas de anciana y servirle el té cuando precisara.

Para su propio servicio escogió a una joven negra llamada Margaux, a la que desde un principio dejó claro que su trabajo consistía en traerle el desayuno a la cama, ayudarla a vestirse, acompañarla durante sus compras y acudir cuando fuese llamada. Insistió en que durante la noche no precisaría de ella y que no quería verla pululando a su alrededor. La joven pareció complacida por la suerte que había tenido al dar con un ama que le dejase semejante libertad de movimientos. Por su parte, Amandine prefería cambiar de doncella cada cierto tiempo antes de que estas se tomaran excesivas confianzas y, ante la falta de emociones en las suyas, esto ocurría bastante a menudo. En general se mostró satisfecha con la joven Margaux y así se lo hizo saber, tras lo cual la encomendó a buscar una ropa de trabajo que la satisficiera. Los ojos de la doncella se abrieron de par en par al escucharla y Amandine se vio obligada a explicar que sus doncellas eran las únicas que podían escoger su vestimenta. No había sido siempre así, pero a esta pretendía mantenerla de su lado y le costara esparcir rumores. Los demás esclavos no tendrían tanto acercamiento a ella y, por lo tanto, no iba a ser necesario un trato especial de favor hacia ellos.

Al contemplar el orden que reinaba en la plantación Amandine no podía evitar recordar a Bertrand y sus muchos y grandes errores. Aquel esposo suyo jamás había trabajado y desconocía la necesidad de delegar en personal competente, si el propietario se encargaba de todo como un capataz no tendría tiempo para disfrutar las ventajas que sus riquezas le reportarían. Aunque ella continuó supervisando la contabilidad y las transacciones bancarias, todo el trabajo recayó en el nuevo capataz, permitiéndole dedicar las mañanas a las tareas y las tardes a las niñas, sin contar las noches que pertenecían por entero a Marc-Olivier.

No veía motivos para cambiar su estado y, sabiéndose bajo la protección de Alexandre Aubriot y la familia Marchant, nada le hacía pensar que tendría que ser de otro modo. Todos se sentían satisfechos de que la dama dos veces viuda terminase sus días en el más estricto luto. Ella, por su parte, representaba el papel a la perfección y, aunque añoraba las muselinas, terciopelos, encajes, botones y plumas, había optado por satisfacer al público con tres años de luto riguroso. Poco le importaba el triste tafetán negro como la noche, ni los velos que cubrían su rostro cada vez que asomaba un pie fuera de la casa, en su interior bullía de felicidad y eso era más de lo que reconocía merecer.

-¡Amandine! –la inconfundible voz de Alexandre la sacó del libro de números que revisaba y una sonrisa de satisfacción llenó su rostro-. Où êtes-vous, ma chérie?

La puerta del despacho se abrió de golpe y entró sin ser anunciado por Marc-Olivier que, siguiéndole de cerca, le dedicó a Amandine una sonrisa cómplice mientras cerraba tras de sí, dejándolos a solas.

-¡Qué alegría tan inesperada! –exclamó ella mientras lo observaba sacar tres copas-. ¿Te quedarás con nosotras unos días?

Con la mano libre hizo un gesto de negación que provocó la risa de Amandine, que lo observaba curiosa. Aquel hombre tenía la habilidad de llegar a su vida como una ráfaga de aire fresco, con exóticas noticias y cuentos increíbles. Una vez más recordó lo opuesto que era a su hermano.

Au contraire, chérie –dijo mientras hábilmente transportaba las copas hacia la mesa frente a la cual se encontraba ella sentada-. Estoy en una misión absolument de trabajo, nada de placer en esta ocasión.

Con cómica aflicción, Amandine se llevó el dorso de la mano a la frente y fingió un desmayo. Él se acercó a ella y, afectadamente, la abanicó con las manos. Ambos reían cuando la puerta volvió a abrirse y Marc-Olivier anunció a un invitado inesperado.

-Qué rapidez y diligencia, mon ami –le dijo Alexandre poniéndose en pie y cambiando su tono de alegría usado con Amandine por uno más sobrio-. Mi querida Amandine Marchant, te presento a mi amigo y socio Maximilien Champfleury.

El recién llegado le dedicó una profunda reverencia y sus ojos, de un verde esmeralda, se posaron en ella a la vez que sus labios se curvaron en una seductora sonrisa.

Ravie de vous rencontrer, madame –sus palabras sonaron graves y suaves por igual mientras ella le tendía una mano-. Le ruego disculpe la intromisión sin aviso previo.

Le plaisir est pour mois, monsieur Champfleury –respondió Amandine tomando una de las copas-. Me temo que Alexandre aún cree que esta casa es suya, pero ¿qué puedo hacer yo? si adoro sus visitas.

Los dos hombres rieron y, siguiendo a la anfitriona, tomaron asiento y las copas dispuestas en la mesita. Mientras daban un primer sorbo, Amandine contempló la alta figura del recién llegado. Su cabello, del color del trigo, caía largo en mechones frente a sus ojos, de un esmeralda intenso, su cutis cremoso salpicado de pecas le otorgaba un aire juvenil, aunque su actitud trasmitía mayor edad de la aparentada. El cuerpo le recordó al de Marc-Olivier, más denso y firme que el de los caballeros, pero también más atractivo y varonil. Vestía ropas europeas con el porte de quien las ha llevado siempre, todo en él indicaba la buena cuna en la que había nacido. Si bien su acento era de un exquisito francés, Amandine distinguió un velo exótico indescifrable.

-Como te había dicho, Amandine –Alexandre rompió el silencio tras apurar la mitad del licor-. Max y yo hemos venido a la ciudad atraídos por la compra de varios almacenes cercanos al puerto. Si todo ocurre como esperamos, nos iremos de aquí más ricos de lo que hemos venido.

-Y nada hace pensar que no sea así –intervino Maximilian dejando la copa sobre la mesita-. Cerraremos un trato por el que obtendremos unas edificaciones ruinosas en el lugar más importante de Louisiana a cambio de una ínfima cantidad de dinero.

-¿Fruto del azar? –preguntó Amandine.

Ambos se miraron y comenzaron a reír, cómplices.

Au contraire, ma chèrie –respondió Alexandre tomando de nuevo la copa-. Es el fruto de largas negociaciones con un caballero español que desea deshacerse de todo antes de regresar a su país. La competencia era ardua, pues muchos pretendían sus tierras, pero finalmente lo conseguimos nosotros. O, al menos, así nos comunicó en su última carta.

-Y lo será, mon ami –añadió Maximilien, con sonrisa optimista-. Madame Marchant, Alexandre me ha contado que es usted viuda, reciba mi más sentido pésame.

Alexandre estalló en una sonora carcajada y se levantó en busca de la botella.

-Llegas algo tarde, Max –dijo cuando regresó, y llenó de nuevo su copa-. Hace más de dos años que nuestra joven amiga perdió a su segundo esposo.

El rostro de Maximilian se frunció y el desconcierto se apoderó de su mirada.

-Yo creí que… el luto –balbuceó ante la divertida mirada de su amigo.

-Oh, no, mon ami –le interrumpió aún riendo-. La afectada y plañidera viuda se autoimpuso tres años de luto riguroso. Pero quedará poco tiempo, ¿no es así, chèrie?

Acostumbrada a transformar su rostro en una máscara mortuoria cada vez que el tema era sacado en público, Amandine asintió y bajó la mirada hacia su regazo, maldiciendo a Alexandre por ponérselo difícil con su buen humor.

-Le ruego vuelva a disculparme, madame –pidió Maximilien realmente afectado.

-Perder a dos esposos es más de lo que una puede soportar, monsieur, se lo aseguro –dijo ella levantando la mirada y forzando una sonrisa.

Alexandre estalló de nuevo en una carcajada explosiva. Intentó llenar la copa de su amigo, que declinó, y apuró lo que quedaba de la suya. Mientras, ambos lo miraban esperando un comentario mordaz.

-¿Qué ocurre? –inquirió encogiéndose de hombros cómicamente-. Mi hermano era un gordo borracho amante de las negras, y con su segundo esposo estuvo casada menos de un año. ¿Por qué tanta aflicción? Eres una mujer rica, con dos hijas maravillosas y aún hermosa, ¿por qué no disfrutar de las bendiciones que te ha dado la vida en lugar de penar por lo que ya no tiene remedio?

-Cada cual lleva la pena a su manera, Alexandre –le reprendió suavemente Maximilien, pero su mirada estaba fija en Amandine.

Ella le mantuvo la mirada hasta lo que consideró prudente, luego sorbió lentamente manteniendo la vista en su regazo.

-Solo digo, mon ami –respondió el aludido con una sonrisa aún en sus labios-, que es un pecado no disfrutar de los regalos que nos da la vida.

-Tal vez necesitemos un tiempo para curar heridas antes de pasar página –repuso Maximilien con tono conciliador-. Pero yo creo, si me permite el atrevimiento, madame, que nuestro locuaz amigo tiene parte de razón, aunque su forma de expresarse no sea la correcta. No querrá descubrir, cuando sea demasiado tarde, que se ha enterrado usted en vida.

Amandine los miró a los dos y fue consciente del esfuerzo que suponía no estallar en carcajadas. Ninguno de los dos sabía que vivía tal y como deseaba, que durante el día supervisaba una plantación, una fortuna y a sus hijas, y que por la noche gozaba del cuerpo del color del ébano de su mayordomo. Forzó una expresión afectada y sonrió.

-Les agradezco tanta preocupación –dijo finalmente-. Pero hago lo que tengo que hacer, nada más. Dentro de mi desgracia, soy feliz. Y, aunque pueda parecer que me encierro en vida, monsieur Champfleury, solo sigo los dictados de mi corazón y mi conciencia. Unos viven de una forma, y otros de otra. Le garantizo que cumplo mis labores de madre, hacendada y ama, y todo con la mayor diligencia posible. Tan solo he renunciado a contraer matrimonio de nuevo, creo que tanto mis hijas como yo hemos sufrido demasiado las pérdidas, no creo justo para ninguna de nosotras exponernos más.

-Bien dit, chèrie! –exclamó Alexandre mientras aplaudía como si de una obra se hubiese tratado, lo que provocó las risas de Maximilien y Amandine.

-Disculpe mi arrogancia, madame –dijo Maximilien, aún riendo-. Nada más lejos de mi intención que marcarle el camino a seguir.

Amandine negó con la cabeza y le dedicó una encantadora sonrisa que logró tranquilizarlo.

-Se disculpa usted demasiado, monsieur.

-Es que mi amigo es muy refinado, chèrie –afirmó Alexandre mientras se ponía en pie-. Pero ahora debemos irnos.

-Ha sido un placer el conocerla, madame –Maximilien hizo una ligera reverencia-. Le agradezco enormemente su hospitalidad.

-Podríamos aprovecharnos más de esa hospitalidad, Max –dijo Alexandre con aire pensativo-. ¿Os parece que, si cerramos el trato, cenemos los tres para celebrarlo? Nosotros nos encargaremos de traer la cena y el postre, por lo que será una incógnita hasta que oigas los cascos de nuestros caballos.

Amandine sonrió ante la perspectiva de una charla distendida durante la cena. A Violette y Claudine les encantaría, disfrutaban tanto de Alexandre como la propia Amandine.

-No presiones, Alex –censuró Maximilian, observando la expresión de Amandine-. Tal vez tenga visitas que atender o alguna obra a la que asistir.

Alexandre rió de nuevo, mientras ella ponía los ojos en blanco fingiendo un aburrimiento exagerado.

-Mi cuñada es como una monja de clausura, mon ami –aseguró mirando a Amandine que, con un mohín, asentía confirmando sus palabras-. Le hacemos un favor permitiéndole gozar de nuestra interesante compañía.

Aunque volvió a reír, Amandine cayó en la cuenta que así era exactamente como se sentía. Resultaban una pareja cómica e interesante a partes iguales, con quienes cualquiera querría pasar una velada. Se sorprendió rezando en silencio porque, efectivamente, la operación se cerrase y ellos regresasen de nuevo para la cena.

Con el buen hacer que lo caracterizaba, Marc-Olivier se encargó de que sus caballos fuesen cepillados y refrescados y sus esclavos dados de comer, así que cuando salieron solo tuvieron que montar y partir en dirección al puerto. Al regresar dentro, Amandine dio orden de engalanar el comedor para cinco, como si de una gran fiesta se tratara. Pidió fuentes de frutas y flores sobre los aparadores y el gran mantel brocado sobre la mesa, además de cambiar las velas del candelabro colgante por unas nuevas de cera de abeja.

Cuando las niñas acabaron sus lecciones les informó de la cena y dio orden a su doncella de prepararles el baño y la ropa adecuada. Ambas saltaron de alegría, como Amandine esperaba y siempre ocurría ante la inminente llegada de su tío.

-Supongo que esta noche no podré subir –murmuró Marc-Olivier en su hombro mientras ella recolocaba las flores en las fuentes-. Al menos, si hay cena.

-Así es –susurró Amandine sin apartar la vista de las frutas-. Si no es así, te espero.

A través del inmenso espejo que cubría una de las paredes observó cómo él se marchaba, dejándola con un ejército de doncellas atareadas en componer el comedor. Tras tomar un rápido almuerzo con sus hijas se retiró a descansar y, cuando el atardecer comenzaba a teñir el aire de dorado, se sumergió en una bañera de agua de rosas. Disfrutó del relajante efecto del agua tibia y cuando salió se cubrió de esencia de gardenia y sándalo, se hizo recoger el cabello por Margaux y finalmente se puso el vestido que había elegido previamente. Había decidido que, en honor de sus invitados, podría hacer una excepción a su luto y cedió a favor de un sobrio vestido en azul noche, con cuello y puños de encaje blanco y unos diminutos diamantes en las orejas. La imagen que le devolvió el espejo fue una absoluta sorpresa, hacía mucho tiempo que no disfrutaba de su propia visión, y aquella sensación le gustaba. Tal vez el encierro no fuera tan beneficioso como había creído los últimos años.

Antes aún de abandonar su habitación, escuchó a través de la galería como varios caballos galopaban en dirección a la casa. Sonrió de satisfacción ante la promesa de una velada encantadora. Mientras bajaba la escalinata Marc-Olivier abrió la puerta, dejando pasar a Alexandre y Maximilien. Las niñas corrieron a los brazos de su tío y fueron unas delicadas anfitrionas cuando este les presentó al caballero desconocido que, con un gran ramo de flores frescas, les hizo una afectada reverencia.

-Veo algo de color –se burló Alexandre al verla envuelta en azul.

Ella hizo un ademán de indiferencia y se dirigió a Maximilien.

-Para usted, madame –le dijo él tendiéndole el enorme bouquet en tonos granates y blancos.

Ella sonrió y agradeció su detalle, no pudiendo evitar desviar durante un segundo la mirada hacia Marc-Olivier que, por lo que pudo comprobar, no parecía muy satisfecho con la situación. Rezó para que no cometiera ninguna imprudencia frente a sus invitados ya que entonces tendría que tomar decisiones que no le gustarían.

Tras tomar un aperitivo en el salón, donde le informaron con detalle del éxito de la reunión, pasaron al comedor y encontraron, no solo una estancia lujosamente ataviada, sino una mesa cubierta de manjares traídos por los invitados. Una exclamación de admiración salió de las gargantas de todos mientras tomaban asiento y comenzaban a disfrutar de la carne asada, las costillas, las coloristas verduras, el vino y, cuando la doncella empujó el carro de postres hacia la mesa, también de múltiples pastelillos y buñuelos.

-Le dije a Max lo mucho que les gusta los beignets a Violette y Claudine, que insistió en mandar a hacer dos docenas nada más llegar al centro –dijo Alexandre en tono despreocupado mientras les guiñaba el ojo a sus sobrinas.

-¿Antes de la firma de los documentos? –preguntó Amandine.

Oui, chèrie –admitió divertido-. Creo que había decidido venir a cenar sin tener en cuenta el resultado de la reunión.

Amandine le dirigió una mirada que buscaba la confirmación a las palabras de Alexandre, pero se encontró con un encogimiento de hombros.

-No lo puedo negar –dijo con humildad-. Quería comprobar por mí mismo por qué Alex pasa tanto tiempo por aquí.

-¿Y ha encontrado la respuesta, monsieur? –quiso saber ella, divertida.

Absolument, madame –respondió con firmeza, sin atisbo de timidez o duda-. Aunque he de decir que siempre he confiado en el sensatez de mi amigo. Como usted sin duda también sabe, es un hombre de juicio recto.

Tras sus sobrias palabras se hizo un silencio sepulcral y, de improviso, Alexandre estalló en una carcajada que fue la invitación a que los demás comensales le siguiesen. Amandine no recordaba la última vez que había reído hasta sentir dolor en el abdomen.

-¿Tomamos una última copa mientras escuchamos a mis sobrinas al piano? –propuso Alexandre asentando las manos en su abultado vientre.

Todos lo apoyaron y se dirigieron al salón donde, sentadas en la butaca, Violette y Claudine gozaban de ser el centro de atención en una velada musical. Alexandre sirvió dos copas, tras haber rechazado la suya Amandine, y tomó asiento en el diván más cercano al piano.

-¿Aceptáis propuestas? –les preguntó.

Oui, oncle –respondieron al unísono y Amandine las observó llena de orgullo.

-¿Conocéis la sonata nº 21 de Beethoven?

Las hermanas asintieron y, como era habitual en ellas, comenzaron la pieza tocando a la vez, en una armonía que derretía el corazón de Amandine cada vez que las escuchaba. Recordó el orgullo que sintió cuando la institutriz le llamó la atención sobre el enorme talento musical que poseían, especialmente al piano. Como señoritas se esperaba que su educación terminara alrededor de los doce años, edad que Violette cumpliría el verano siguiente y Claudine el otro y, a partir de ese momento, su formación debía consistir exclusivamente en habilidades de buena esposa y madre. Pero sus pequeñas eran unas músicas excelentes, además pintaban de forma más que aceptable y eran unas ávidas lectoras. Aunque no compartía sus ideas con nadie, si pudiese escoger el futuro de ambas, no sería un esposo ni una plantación en la que pasearse, sino una cómoda y larga vida en una casa en la ciudad rodeada de libros, cuadros, visitas de personajes ilustrados y poco más. Incluso el puesto de institutriz le parecía mejor que el de esposa, tal vez debido a sus malas experiencias.

Las decididas notas invadieron la estancia mientras el público fue incapaz de apartar la vista de ellas, abandonando incluso las copas en la mesita. El tiempo se detuvo, como si hubiese sido derretido a fuego sobre sus cabezas. Tras un vuelo de cuatro manos sobre las teclas, las últimas notas cayeron como pétalos suaves y fragantes. Amandine no pudo ocultar las lágrimas que corrieron por sus mejillas, una sensación de orgullo y tristeza por igual. Se pusieron en pie y aplaudieron con ganas ante la destreza de las pequeñas que, si bien habían errado alguna nota, a los oídos no profesionales les pasó inadvertido.

-Ahora algo que no haga llorar a la señora de la casa –dijo Alexandre mirando en derredor-. ¿Dónde está el saxo de Anatole?

Amandine rió ante el recuerdo de los vanos intentos de su esposo de tocar un instrumento, labor que por fin pudo con él y apartó a un lado sin haber conseguido ni una sola nota. Ordenó a una doncella que le trajera el saxo del despacho y se lo tendió a Alexandre que, aunque no era un profesional, se desenvolvía con bastante dignidad.

Una alegre música de jazz salió del viejo instrumento y las niñas comenzaron a bailar, sorprendiendo a su madre ante semejante atrevimiento pero, incluso para ella, fue innegable que estaba siendo una noche de celebración para todos. En un instante pasó de gozar de la visión de sus hijas a ver la mano de Maximilien tendida frente a ella.

Amandine negó efusivamente, pensando que debía tener un aspecto ridículo con su sobrio vestido bailando aquella tonada. Pero tanta fue la insistencia de su mirada, que finalmente accedió y fue con él al centro del salón.

-Le advierto, madame –dijo él con mirada cómplice-, que tengo dos pies izquierdos.

-Ánimo, Max –le animó Alexandre separando la boca del instrumento por un instante-. Que no se diga que tu madre crió a un cobarde.

-Tiene razón –dictaminó Maximilian con una expresión tan seria que desató la risa de Amandine.

Con la mayor agilidad de la que fue capaz, bailó y rió, cambió de pareja con sus hijas y no fue consciente de que las fuerzas poco a poco habían abandonado su cuerpo. Violette había comenzado a tocar el saxo siguiendo las instrucciones de su tío cuando advirtió que fuera era noche cerrada. Y, aunque había sido la velada más interesante en años, anunció que debía retirarse. Una oleada de abucheos le rogó una pieza más y ella, sorprendida por su propio arrojo, accedió a escuchar una última y relajada pieza de piano.

-Gracias por una velada del todo encantadora, mi querida madame Marchant –le dijo Maximilien inclinándose levemente hacia ella mientras la suave música amortiguaba sus palabras.

Amandine sonrió complacida y como única respuesta asintió levemente.

-Ahora tendremos que irnos –susurró Alexandre.

-Es tarde, debemos partir de inmediato –acució Maximilien poniéndose en pie.

Unas horas faltaban para el amanecer, por lo que Amandine les aconsejó pasar la noche en la casa. Aunque en principio rechazaron el amable ofrecimiento, no pudieron luchar contra la evidencia del peligro que suponía marchar a aquellas horas, por lo que aceptaron. Ordenó a Marc-Olivier que las doncellas adecuaran las habitaciones de invitados y dispusiera una choza para los esclavos.

-Me despediré ahora porque mañana partiremos muy temprano –le dijo Maximilien antes de despedirse a la puerta de su habitación-. Le reitero el placer que ha supuesto tanto el conocerla como esta velada.

Amandine volvió a sonreír satisfecha y se dirigió a su propia habitación. Y, por una vez desde hacía años, no deseó que Marc-Olivier se deslizara entre sus sábanas.

Bajo la escasa sombra que regalaban los sauces, Amandine y Margaux recorrían la avenida cubierta de lodo en dirección a la sombrerería. Acababa de tomarse las medidas en la modista que le confeccionaría nuevos vestidos para el fin de su luto, en escasos dos meses. El calor húmedo era sofocante, y a cada paso sentía como sus delicados zapatos de raso se cubrían de fango hasta el empeine. Un río de sudor le caía desde el cuello y desde la espalda, humedeciendo su ropa interior de una forma increíblemente incómoda. Había elegido un mal día para salir y, como deseaba pasear, había rechazado trasladarse en carro. Pero en aquel momento, con el rostro perlado de sudor, maldecía la hora en la que decidió hacerlo.

-¿Madame Marchant? –escuchó una voz masculina a su espalda y tanto ella como Margaux se giraron en busca del origen.

Debido a las semanas que habían pasado desde que lo conociera, le costó reconocerlo a pesar de su sin par elegancia y apostura. Se dirigía hacia ella a paso vivo a la vez que se retiraba el sombrero en señal de respeto. Al llegar a su altura le regaló una graciosa reverencia y el consabido besamanos.

-Me sorprende verle en la ciudad, monsieur –dijo ella tras los saludos-. ¿Debo pensar que mi inigualable cuñado se encuentra con usted?

-No, he venido solo –respondió con el porte aún gallardo, como si aguardase algo de suma importancia-. Me apena decirle que Alexandre se encuentra en cama en estos momentos.

Tomándola por sorpresa, Amandine se sobresaltó, llevándose una mano al pecho. Por su mente cruzaron imágenes de su orondo cuñado en su lecho de muerte, pálido y macilento como todo aquel que se dispone a abandonar este mundo. Alertado por su preocupación, Maximilien se deshizo en gestos de negación.

-No se preocupe usted, madame. Se trata tan solo de una fiebre que comienza a remitir, yo mismo acabo de salir de ella, ese es el motivo por el que no la he visitado.

-¿Está seguro? –preguntó con el ceño fruncido.

-Sí, desde luego –se apresuró él a responder con una sonrisa-. Ha recibido cuidados día y noche, yo mismo lo he visitado. Ahora que se acerca el verano es natural que caigan este tipo de malestares que, bien atendidos, no tienen que ser mortales.

Leyendo la honestidad en sus ojos, Amandine pudo relajarse y la imagen se borró de su mente. En cambio, cayó en la cuenta que su grosería había sido superior al no interesarse por el estado de Maximilien.

-Me encuentro en plena forma, madame, muchas gracias –respondió y, como si necesitara reforzar sus palabras con gestos, se cuadró en postura militar.

Buscando la sombra, Amandine anduvo unos pasos hasta que su rostro quedó bajo una rama de sauce.

-Si no tiene ningún compromiso, monsieur Champfleury –le dijo en un momento en el que se hizo el silencio-, tal vez le gustaría almorzar con mis hijas y conmigo.

En el rostro varonil y bronceado se dibujó una expresión que Amandine solo pudo calificar de satisfacción absoluta. Sus labios se curvaron en una espléndida sonrisa que puso al descubierto una dentadura sana y bien cuidada, y su cuerpo perdió la rigidez del comienzo, pareció relajado y cómodo cuando Amandine ordenó a Margaux regresar a la casa para dar orden de un nuevo comensal.

-¿No le incomoda ser vista conmigo en lugar de con su doncella? –le preguntó mientras se dirigían a la sombrerería.

Monsieur Champfleury –dijo ella con aire divertido-, he enterrado dos maridos, poseo una plantación y mis dos hijas se acercan peligrosamente a esa edad en la que deben casarse, le aseguro que los rumores no me preocupan lo más mínimo.

Maximilien la contempló y no pudo evitar reír ante tal señal de honestidad. Ella mantenía la vista al frente, pero observó como también reía de sus propias palabras. Su perfil, que con elegancia y gracilidad abandonaba poco a poco la lozanía, avanzaba hacia una madurez elegante y distinguida. Era la clásica belleza que él admiraba, la que no se dejaba influir por modas o manías pasajeras, era una belleza innata que, si no se poseía, no se podía fingir.

Tras realizar sus encargos a la sombrerera, anduvieron hacia el lugar donde Maximilien tenía su carro. Un joven esclavo cepillaba al caballo cuando llegaron y, dando las señas de la plantación, llegaron rápidamente y sin sufrir el pegajoso sol sobre sus cabezas.

Violette y Claudine se mostraron encantadas de recibir de nuevo a tan entretenido invitado, aunque no dejaron de nombrar a su tío a cada ocasión en la que pudieron colar su nombre. Recordaron su afición a las opíparas comidas que servían en la casa y su inclinación hacia los dulces y al licor en la sobremesa. Maximilien y Amandine reían mientras ellas contaban cómicas anécdotas que, tratándose de un personaje como Alexandre, estas eran infinitas.

Mientras reían y comían, las doncellas y Marc-Olivier andaban a su alrededor, llenando copas, retirando platos y sirviendo bandejas, todas ajenas excepto él. El mayordomo los observaba con celo, especialmente a Amandine que, cuando el sonido cantarín de su risa llenaba el comedor, le estremecía el corazón. Ella le dirigió alguna mirada inexpresiva que él interpretó como una llama del fuego que ambos compartían. Esas miradas, cuando no era posible un encuentro, eran lo único que lo mantenía con vida. Él lo sabía, y estaba seguro que ella también.

Ma chèrie –el vozarrón de Alexandre atravesó la puerta doble del salón y llegó hasta ella como ambrosía de los dioses-. Où êtes-vous, ma chérie Amandine?

Sonrió al escuchar las palabras que siempre pronunciaba a pesar que ya sabía dónde se encontraba e iba directo a su encuentro. Dejó el libro sobre su regazo y esperó su llegada mientras los pasos sonaban cada vez más cerca. Como siempre, se había adelantado a Marc-Olivier y abrió la puerta por sí mismo, logrando así la entrada espectacular que buscaba. Hacía semanas que no lo había visto porque él, temeroso de contagiar la fiebre a sus sobrinas, había decidido no visitarlas hasta que pasara un tiempo prudencial. En su lugar, Maximilien había ejercido como correo entre ambos, convirtiéndose en invitado habitual en la casa. Amandine agradecía los buenos ratos que compartía con él y las niñas que, gozando de su compañía, pasaban más tiempo con ellos que en sus juegos infantiles. Le agradaba y sorprendía por igual que un extraño fuese capaz de encontrar un punto de unión entre ella y sus hijas, pero así era y cuando contemplaba la estampa que protagonizaban los cuatro, no podía evitar verse como una familia. No como el padre dictador y grosero que había sido Anatole, ni el ausente de Bertrand, sino uno que se interesaba por sus lecciones, escuchaba sus sonatas al piano y contaba aventuras exóticas que ellas escuchaban aleladas.

En aquellas semanas ponía a diario un servicio más en la mesa y lo observaba con aire lánguido cuando, en muy contadas ocasiones, el trabajo no le había permitido acudir. Pero, cuando lo hacía, cada comida era una fiesta. Aunque debía obviar las miradas de Marc-Olivier debido a su insistencia, el resto de la velada era deliciosa en cada ocasión.

-¡Amandine! –exclamó lleno de gozo y caminó hacia ella con los brazos abiertos-. ¡Qué alegría verte al fin, cuánto te he añorado, chèrie!

Aunque buscó algún rastro que hubiese dejado la fiebre, Alexandre se veía lustroso y grácil, como si nada hubiese pasado.

-Estás fabuloso –dijo ella maravillada-. Incluso estás más gordo.

Él rió y se palmeó el abultado abdomen.

-Apuesto a que no conoces a nadie que haya sufrido de fiebres y aún así haya engordado –dijo, y se carcajeó de su propia elocuencia.

Le habló de las semanas en cama, los desmayos, los esputos oscuros, la fiebre elevada y, también, de la recuperación gracias a las esmeradas atenciones recibidas, la recuperación del apetito mientras continuaba postrado en la cama y su posterior aumento de peso. Aunque reía al contarlo, reconoció que había sido duro y juraba que la edad disminuía sus defensas ante enfermedades que, en su juventud, se curaban en la mitad de tiempo. Amandine le restó importancia, aduciendo que las fiebres no distinguían de edad, género o clase social.

-No hablemos de desgracias, chèrie –le urgió cómicamente-. Durante mi convalecencia le pedí a Max que os cuidara en mi lugar, ¿ha sido así o he de azotarle?

-Efectivamente –respondió ella con una sonrisa al recordar los buenos momentos pasados-. Ha sido realmente muy atento con nosotras, y las niñas besan el suelo que pisa.

-Me alegra muchísimo –dijo en un tono sobrio que no casaba con él-. Es un caballero muy afortunado en algunas cuestiones, pero terriblemente desafortunado en otras.

A pesar de haber compartido largas jornadas en las que habían conversado sobre infinidad de asuntos, ninguno había nombrado su pasado. Como si solo le importase el futuro, Amandine ni siquiera sentía la necesidad de saber de él más de lo que libremente le contaba.

-Es el heredero de una fortuna inmensa –continuó Alexandre, aunque claramente defraudado por la falta de interés de ella-, además de un excelente comerciante y terrateniente. Estoy firmemente convencido de que si decidiera convertirse en corsario, también sería el mejor de todos.

Amandine dejó escapar una sonrisa al imaginarle persiguiendo barcos con intención de asaltar su mercancía. Absurdo.

-Tardó en contraer matrimonio debido a lo enfrascado que se encontraba en sus actividades. Y, cuando lo hizo, la perdió mientras alumbraba a su primogénito. Una desgracia, como dije.

Había escogido las palabras con cuidado e intención de atraer la atención de ella y finalmente lo consiguió. Amandine lo observó con verdadera sorpresa. Nada en él había dejado traslucir semejante maldición a sus espaldas.

-Lo desconocía por completo –murmuró.

-Obviamente, él no habla del asunto. Yo te lo he contado porque creo que mereces saberlo, ahora que se ha convertido en visitante habitual.

Deliberadamente clavó en ella una mirada escrutadora, lejana de cualquier rastro de humor presente hasta el momento. A Amandine no le resultó un esfuerzo leer sus intenciones y, aunque la idea había rondado por su mente, su intención continuaba siendo la de envejecer como viuda.

-Olvídalo, Alexandre –le reprendió con severidad.

Él puso los ojos en blanco y volvió a reír. Pasado el momento de seriedad, el ambiente volvía a resultar cómodo para ambos.

-¿No te agrada?

Au contraire, me agrada mucho. Y lo que es más importante, a Violette y Claudine les encanta su presencia en casa.

Mon dieu, ¿entonces? –se llevó las manos a la cabeza en señal de desesperación.

-Dos matrimonios son suficientes –murmuró-. Creo que no estoy hecha para el matrimonio.

Alexandre soltó una risotada y se dio una sonora palmada en la rolliza pierna.

-¡Ni que los hubieras matado tú! –bramó y, ante lo descabellado de sus palabras, volvió a reír con más fuerza aún.

Por su parte, Amandine logró hacer pasar su sorpresa por indignación. Aprovechó la ocasión para servirle una copa de licor y tomó asiento a su lado mientras lo saboreaba con ganas.

-Dime, chèrie –dijo en el tono paternal que rara vez utilizaba con ella-, ¿Cuál es la razón por la que te niegas a ser feliz? No me digas que el temor a que se repita la historia, porque no es una excusa válida. Max es un hombre íntegro que merece ser el padre de mis sobrinas, y sería un esposo excepcional.

-Me animaste a casarme con Bertrand…

-Tienes razón –concedió tras dar otro sorbo-, pero en mi defensa diré que no lo conocía personalmente. Mis opiniones se basaban en lo poco que coincidí con él y lo que tú me contabas. Y, para ser sincero, continúo pensando que era un buen hombre. No supo adaptarse a la vida familiar y a su nueva faceta de hacendado, sí, es cierto, pero eso no le resta valor a su persona.

Amandine no pudo evitar estar de acuerdo con él, sus palabras no carecían de sentido aunque desconocía los datos de los que sólo fue ella testigo. Era sencillo hablar de situaciones que no se habían vivido. Así y todo, Alexandre la apreciaba como a una hija, y le era imposible no escucharle.

-A mi hermano no lo nombraré porque cualquier cosa que diga tú ya la conoces –continuó con la vergüenza que mostraba cada vez que nombraba a su hermano mayor-. Pero gracias a él tienes a dos jovencitas encantadoras y tú y yo nos conocemos, por lo que no ha sido tan malo después de todo.

Como bien sabía ella, sus palabras eran ciertas y, dado que el pasado no podía cambiarse, de nada servía revolcarse en la nefasta experiencia de haber sido la esposa Anatole. Sus pequeñas y el interesante cuñado que tenía frente a ella eran razones de peso para haber pasado por aquello.

-¿Eres capaz de decirme que ni siquiera lo has pensado? –le preguntó guiñándole un ojo.

Intentó mantener una postura digna pero, pese a todo, le fue imposible y acabó riendo con una mano apoyada en su hombro.

-Es muy inteligente y atractivo, sin duda –reconoció, decidida a no fingir una timidez que no sentía-. Pero ha llegado en un momento en el que ya he decidido mi futuro. Estoy habituada a una cómoda existencia sin los temores del pasado, y realmente disfruto de ella.

El rostro de Alexandre se tornó pensativo unos instantes, su ceño fruncido mostraba la concentración que requería responder al argumento de Amandine. Estaba firmemente convencido de que se complementarían a la perfección, pero debía buscar las palabras adecuadas para que ella lo entendiera tan bien como él.

-Comprendo que somos animales de costumbres, yo mismo lo soy –comenzó, dejando de lado el humor e imprimiendo a sus palabras un tono serio que despertó la curiosidad en ella-. Pero el haber tenido mala suerte en el pasado no te garantiza que será siempre así, más bien al contrario. Ahora sabes las cualidades que debes buscar y las que debes evitar en un hombre. Cuando Violette y Claudine se casen, te encontrarás sola, muy rica y rodeada de atenciones, pero sin alguien que envejezca a tu lado. Mi intención no es presionarte, solo deseo darte la información para que tú misma valores la situación y decidas qué es lo que te conviene.

Terminado su discurso, le tomó una mano y posó en ella un ligero beso. Amandine lo observó largamente y sonrió hasta que el momento pasó de largo y comenzaron a hablar de temas más frívolos. Pasaron una mañana riendo y dando buena cuenta de los pastelillos fritos y rellenos que él había comprado y la cocinera se entretuvo en colocar artísticamente sobre bandejas. Tomaron té y, antes de partir, Alexandre apuró una copa de licor. Ella le acompañó hasta su caballo para que Marc-Olivier no escuchara sus palabras.

-Lo pensaré –le murmuró antes de que montara.

-Cuando se caiga la venda de tus ojos verás lo mismo que veo yo –le aseguró con una sonrisa cándida-. ¿Puedo darle permiso para continuar visitándote?

Incapaz de imaginar un solo día sin la alegre visita de Maximilien, Amandine asintió efusivamente. Dándose cuenta de su atrevimiento no puedo evitar reír, y él, riendo también de su respuesta, se tocó el sombrero en señal de despedida.

-Ya empieza a caer, chèrie

Sus palabras se perdieron entre el sonido de los cascos contra el terreno. Esperó hasta que su figura desapareció y regresó al interior de la casa, donde Marc-Olivier aguardaba. Se forzó a evitar su mirada inquisitiva, debía pensar en su futuro, no en un amante despechado. Si bien,  desde la aparición de Maximilien en su vida, sus encuentros se habían espaciado hasta ser prácticamente inexistentes, no se encontraba en deuda con él. En ocasiones añoraba su entrega, pero de forma inmediata, la imagen de Maximilien tomaba el control de su mente y apartaba al esclavo. El caballero resumía todo lo que una dama podría querer a su lado, sin contar con el beneplácito de Alexandre, lo cual era de suma importancia para ella.

Tal y como le prometió, comenzó a valorar una posible boda. Mientras tanto, sus visitas continuaban al mismo ritmo, en ocasiones acompañado de Alexandre, y otras en solitario. En esas ocasiones daban un paseo en su carro, compraban confites a vendedoras ambulantes y hablaban hasta que el atardecer los obligaba a regresar. Violette y Claudine a menudo los acompañaban, acabando de trazar la imagen de perfecta familia unida, lo que despertaba en Amandine deseos de formalizar la situación. Y, cierta tarde en la que se encontraban a solas, su deseo se materializó en una delicada pedida de mano. Maximilien se arrodilló frente a ella y, aunque contaba con la seguridad que le confería Alexandre, su voz trasmitía un nerviosismo que suscitó en ella intensos sentimientos de protección. Hubiese deseado estrecharlo entre sus brazos en ese instante, pero se contuvo y permitió que expresase todo lo que guardaba en su interior. Con cierta dificultad le confesó el amor que había sentido por ella desde el primer instante en que la vio, y la admiración que, poco a poco, fue madurando tras conocer la gran mujer que era. Y, aunque reconoció que desde la muerte de su esposa se había jurado no volver a contraer nupcias, sus fuertes sentimientos hacia ella le obligaban a faltar a su palabra.

A pesar de que había tomado su decisión días atrás, Amandine no pudo evitar emocionarse ante tan honesta propuesta, y de sus ojos brotaron lágrimas que él se atrevió a enjugar con su pañuelo. Durante el camino de regreso sus manos y miradas permanecieron entrelazadas mientras debatían sobre el lugar y la fecha del enlace, donde fijar su residencia y demás detalles que, por el momento, solo simbolizaban las ansias que ambos tenían de que el evento se produjese lo antes posible.

Tras acompañarla hasta la misma puerta de su habitación, Maximilien posó un ligero beso en sus labios antes de partir. Ella, una vez a solas, dejó que Margaux le quitara el vestido y las enaguas, calentándole mientras un baño de agua de rosas. Se sumergió hasta que comenzó a sentir frío y, envuelta en su largo camisón de seda, se hundió en su mullido colchón mientras su cabeza danzaba lejos de allí. La habitación, únicamente iluminada por un velón en la mesita de noche, permanecía en su mayor parte en penumbra, lo que favorecía el sueño pero, de improviso, un pesado cortinaje se agitó y de él surgió una figura oscura que, con pasos decididos, se dirigió a ella.

El corazón de Amandine se agitó de tal manera que sintió como todo su ser se descomponía. Pero al llegar el desconocido a la areola que derramaba la vela, comprobó que se trataba de Marc-Olivier.

-¿Cómo has entrado aquí? –inquirió furiosa mientras se incorporaba.

-Por la galería, mientras tomabas tu baño –dijo con una sonrisa cáustica.

Amandine no pudo evitar expresar su malestar con un gesto de repulsa, lo que él interpretó como una confirmación a sus temores.

-¿Te casarás con él, verdad?

Como respuesta soltó un afectado suspiro y se cubrió con la sábana hasta el mentón. Ahora que se casaría y sus encuentros terminarían para siempre, la situación era sumamente incómoda.

-Firmaré tu libertad –anunció, esperando que su ofrecimiento obtuviese un efecto positivo y lo hiciese olvidarla-. Desde mañana serás un hombre libre y podrás ir donde quieras.

-Yo ya estoy donde quiero estar –afirmó con rudeza-. Aquí contigo. No conozco otro lugar.

A la vista de que el mayor sueño de un esclavo no lo era también para él, Amandine decidió ser honesta y apeló a los buenos momentos juntos para que él la comprendiese.

-Marc-Olivier –pronunció su nombre suavemente acompañado de una sonrisa-, en mi actual situación de prometida de monsieur Champfleury es del todo inapropiado que continúes en la casa. Podría devolverte tu anterior trabajo, pero no creo que sea la solución. Tampoco quiero venderte y que caigas en malas manos, por lo que creo que lo mejor será otorgarte la libertad. Se la daré también a tu madre y tu abuela, y os daré dinero para que os establezcáis en algún sitio agradable. Eres excelente con los caballos, podrías tener tu propia herrería si quisieras.

Jamás se imaginó hablándole de aquel modo a un esclavo, pero sus errores de elección la habían llevado directamente hacia esa situación tan delicada, y debía manejarla con el mayor cuidado. Si él decidía hablar de sus encuentros, siempre sería la palabra de un esclavo contra la de una dama, pero aún así serían rumores que harían daño a Maximilien y a sus hijas. No podía hacerles eso a las personas que más quería.

-¿Cuándo nos darás la libertad? –preguntó, para sorpresa de ella.

-Mañana mismo le encargaré la tarea a Alexandre –omitió el hecho de que jamás había sido testigo de semejante transacción, aunque se llevaban a cabo continuamente.

Él la miró con cierto aire despectivo y a la vez taciturno, giró sobre sus talones y desapareció entre las cortinas de encaje que se agitaban al son de la brisa nocturna.

-¿Otra vez? –preguntó Alexandre, sentado ante la mesa del despacho en la que se hallaban extendidos los documentos de compra de los esclavos de Amandine.

-Sí, así es –respondió tajante-. Quiero deshacerme de todos y ahora, que Maximilien será el señor de la casa es el momento adecuado.

-¿Conservarás a la cocinera esta vez? –agitó un documento ante sus ojos-. Por las veces que he cenado aquí, te ruego encarecidamente que lo hagas. ¿Y tu doncella?

Amandine se encogió de hombros mostrando su indiferencia. Mientras, Alexandre separaba los que se quedarían de los que serían vendidos y, cuando llegó al de Marc-Olivier lo detuvo.

-Quiero que él y su familia sean libres –anunció, preparada para una reacción apasionada por su parte.

-Pero, ¿por qué? –la miró extrañado, con una expresión de desconcierto en el rostro.

-Su abuela es una anciana inútil y su madre va por el mismo camino. Y, como sabes, no me gusta separar familias, así que la libertad es la única salida que le veo. De cualquier forma, no me arruinaré por ello.

La expresión desconcertada continuó en el rostro de Alexandre mucho después de que ella terminase de explicarse. Incluso al responder fue incapaz de borrarla.

-Podrías venderlo a muy buen precio e incluir una cláusula que añada a la madre y la abuela en el trato. Es un ejemplar excelente, se pelarían por él. En cualquier caso, ¿cómo sabes tanto de tus esclavos?

Amandine soltó una carcajada despreocupada.

-¿Olvidas que durante un tiempo me ocupé de estas labores? Sé quien está emparentado con quién y si son útiles o no, y esas dos no lo son.

Encogiéndose de hombros, Alexandre tomó los tres documentos y los apartó de los dos montones. Su labor era facilitarle a ella la tarea, no inmiscuirse en sus asuntos ni cuestionar sus motivos. Como el capataz también conservaría su empleo, fue el encargado de vender y adquirir nuevas doncellas, lacayos y un mayordomo. Dado su amplio conocimiento del negocio, Alexandre y Amandine sabían que haría un excelente trabajo, por lo que confiaron en él una suma importante de dinero. Y así fue cuando, unas horas más tarde, acudió a ellos con la noticia de que, entre sus conocidos, había conseguido vender a todos los esclavos. No había conseguido un precio suficiente para adquirir a los nuevos, pero al menos lo había hecho rápido. Ya solo quedaba acudir a una subasta y, cuando los comprase, entregaría a los antiguos. Serían reemplazados lo más rápidamente posible para evitar algún descalabro en el funcionamiento de la casa.

Con los documentos de libertad de Marc-Olivier y su familia en la mano, Amandine lo mandó llamar y le informó que le serían entregados a la llegada de su sustituto. Él se mostro silencioso y apenas pronunció leves murmullos a todo lo que ella le fue explicando. Ante el ofrecimiento de una cantidad de dinero para comenzar en otro lugar, simplemente asintió y permaneció impasible. Pero Amandine no deseaba alargar más la incomodidad para ambos, por lo que se mostró conforme con su reacción. Además, al día siguiente se convertiría en madame Champfleury.

Con atavíos llegados directos de París, Amandine y Maximilien se entregaron mutuamente en una emotiva boda que satisfizo a todos cuantos tuvieron la fortuna de ser invitados. De común acuerdo escogieron con cuidado la lista que no superaba la cantidad que, cómodamente, cabía en el jardín de la plantación. En contrapunto, la propiedad fue lujosamente engalanada y el banquete, suculento y exquisito, hubiese podido rivalizar con cualquier hotel de lujo parisino. Varias cocineras fueron de ayuda y una plantilla extra de lacayos y doncellas se encargaron de mantener, en todo momento, las copas y los platos de los invitados, llenos a rebosar.

Tras la ceremonia, los recién casados partirían hacia La Española y Cuba antes de embarcar hacia su destino europeo. Violette y Claudine permanecerían bajo la vigilancia de Alexandre y las diarias lecciones de mademoiselle Bérénice y, aunque sabía que estaban en buenas manos como en su anterior viaje con Bertrand, no podía evitar sentir lástima al dejarlas. Aunque su deseo de permanecer a solas con Maximilien era grande y poderoso.

La fiesta caía a la vez que la noche se cernía sobre los invitados rezagados que aún no habían abandonado la plantación. Y, tras las despedidas y agradecimientos, los recién casados subieron la escalinata para descansar antes de su viaje a la mañana siguiente. Maximilien portaba un candelabro de cinco velas que iluminaba el camino mientras con la otra mano ceñía la cintura de su nueva esposa. No quiso que nadie los acompañase y se encargó él mismo de deshacerla de su vestido, aduciendo que ambos tenían una edad que les hacía menos sensibles a seguir ciertas costumbres. Habían estado casados anteriormente y ya podían dedicarse a disfrutar el uno del otro, sin participar de absurdas tradiciones.

Madame Champfleury… -murmuró Maximilien cuando contempló por primera vez su cuerpo a la luz de las velas.

Ella emitió un ronroneo que expresó la entrega, sin reservas, de su ser. Varios meses habían trascurrido desde que lo viera y hasta aquel instante no se habían adentrado más allá de unos castos besos en los labios, suaves como alas de mariposas. Apartando la mosquitera, él la tumbó en el suave lecho y se acomodó a su lado, intentando contener su lujuria a la vez que su deseo de alargar hasta el infinito ese momento, que le sirviera para relamerse el resto de sus días al recordarlo.

Je t’aime ma chèrie –le susurró al oído mientras, con una mano, desataba la cinta de su corsé-. Toujours.

Incapaz de retenerse, Amandine le rodeó el cuello con su brazo y lo atrajo hacia ella, saciando su hambre de él, con parsimonia y suavidad, con total entrega de almas a través de sus cuerpos. La estancia, perfumada de cera de abeja y agua de rosas, de repente se llenó de un aroma a madera quemada, Maximilien se incorporó y pudo ver como, por debajo de la puerta, una guirnalda de nubes grises se acercaba a ellos. Rápidamente se puso en pie arrastrando a Amandine hacia la galería.

-Quédate fuera, no respires este aire –le ordenó empujándola al aire fresco de la noche-. Cúbrete la boca y la nariz con la manga.

-¿Y las niñas? –gritó ella intentando entrar a pesar de la resistencia de él.

-Yo las sacaré, tú quédate fuera y grita, los esclavos pondrán una escalera y te ayudarán –dijo y la besó en la frente antes de sumergirse de nuevo en la habitación que, lenta pero segura, se iba llenando de humo.

Amandine hizo lo que le ordenó mientras se maldecía por haber ubicado a Violette y Claudine en otra ala de la casa. Gritó todo lo que pudo, aunque no fue necesario ya que las llamas vivas habían alertado a los criados que, escalera en mano se disponían a auxiliarla. Mientras bajaba, su mente estaba con Maximilien y sus hijas, rezando para que las encontrase y pudiesen salir antes de que las llamas consumiesen la casa.

Dentro, mientras avanzaba por la madera caliente, Maximilien se cubrió la nariz y la boca con la manga de su holgada camisa. Avanzaba agachado y logró llegar a la habitación que buscaba y las encontró, en sendas estancias comunicadas por una salita, aún dormidas o, quizá, desmayadas a causa del humo. Intentó despertarlas y solo Claudine, que dormía con la ventana abierta, le respondió. Hizo jirones una funda de almohada y las ató alrededor de los rostros de las niñas, tomó a Violette a la espalda y, con la pequeña de la mano, salió de la sofocante habitación al infernal pasillo.

-Me quema los ojos y la garganta, Max –se quejó Claudine con lágrimas grises en los ojos.

-Lo sé, chèrie, pero ya queda poco –la animó con una certeza que ni él mismo creía-. Aguanta y nos reuniremos con mère.

A causa del cristal de las ventanas estallando y la madera chirriando, Maximilien no pudo oír el murmullo quejumbroso de la niña que, aterrada, se aferraba a su mano e intentaba creer en sus palabras. Mientras bajaban la escalinata los cortinajes ardían como agujas de pino secas, crepitando con rabia mientras caían deshechas. En la curva Maximilien pudo distinguir, entre la humareda densa, cierto recuadro por el que una tenue luz se filtraba, calculó que sería la puerta de la entrada abierta de par de par. Y, obligándose a no respirar más de lo necesario a pesar de la necesidad de oxígeno que su esfuerzo demandaba, apuró los pasos lo más veloz que pudo. Notaba el cuerpo de Claudine, aterrada a su lado y la languidez de Violette, que aún descansaba sobre él sin hacer movimiento alguno. Rezó para no haber llegado demasiado tarde.

Cuando la luz desvanecida se encontraba apenas a un metro de él, una figura se cruzó en su camino impidiéndole la salida. El humo la difuminaba y oscurecía, pero Maximilien pudo adivinar que se trataba de un esclavo, por lo que se acercó a él lleno de alegría de recibir auxilio. Pero lejos de prestar ayuda, la figuro levantó en el aire un objeto alargado y lo descargó sobre su corazón. Sorprendido por el ataque y envuelto en los gritos desesperados de Claudine, pudo descargar a Violette lo más cerca de la puerta.

-¡Arrastra a tu hermana fuera de aquí, ahora! –le gritó a Claudine.

La pequeña lo miró llena de terror pero la amenaza del mayordomo era demasiado grande y acabó por hacer lo que le ordenó. Agarró el cuello de su camisón y tiró de ella hacia el exterior, donde multitud de voces la recibieron.

Maximilien sonrió al oírlas, aunque de su pecho bullían ríos de sangre que, en un instante, tiñeron su camisa de carmesí. Intentó tapar la herida pero sintió como el aire abandonaba sus pulmones y una debilidad como jamás había sentido se apoderó de él. De repente, la figura volvió a levantar el brazo hacia él y cuando Maximilien esperaba el último golpe, el desconocido cayó como un pesado fardo a sus pies.

La imagen de su hija pequeña arrastrando a la mayor fue lo que hizo a Amandine salir de su trance, corrió hacia ellas y le insufló aire en la boca abierta de Violette. Boqueó varias veces antes de toser y provocar un torrente de lágrimas de alegría en su madre y hermana. Las tres, cubiertas de hollín se abrazaron en un ovillo palpitante.

-¡Marc-Olivier le clavó un cuchillo a Max! –le gritó Claudine tras salir del trance.

Tironeó a su madre hasta que esta asimiló sus palabras y, enloquecida de furia buscó con la mirada a su alrededor hasta que encontró lo que buscaba. Asió el mango de madera de una azada, que casi la superaba en altura, y corrió la casa seguida de gritos de criados que la instaban a quedarse donde estaba. Pero ella no los escuchaba y se abrió paso por la galería hasta la puerta desde la que salían columnas de humo. Entonces vio la musculosa silueta de Marc-Olivier blandiendo un cuchillo con la intención de clavarlo de nuevo en la figura inerte que se había convertido Maximilien.

Por la mente de Amandine desfilaron una interminable hilera de pensamientos y recuerdos, los necesarios para levantar sobre su cabeza la pesada arma y clavarla en la espalda del esclavo. Notó como la afilada hoja curva entraba en la carne como si fuera mantequilla. No sin esfuerzo la extrajo de su interior al tiempo que él se giraba hacia ella, donde leyó en sus ojos la confusión más absoluta.

-Nunca serás de otro –susurró con una sonrisa tenebrosa en el rostro.

-¡Tampoco seré tuya! –bramó Amandine mientras él caía de rodillas ante ella.

Haciendo acopio de la escasa fuerza que le quedaba, logró levantar la azada de nuevo y, con intermitentes y fugaces miradas al cuerpo sin vida de Maximilien, puso toda la energía de su cuerpo en descargar la hoja sobre el cráneo del esclavo. En sus temblorosos dedos  sintió que se había clavado tan profundamente que pudo apartar sus manos del mango y aún así permaneció grotescamente erguida. Las llamas iluminaron la herida de la que comenzó a manar una hilera de sangre que le recorrió el rostro, paralizado en una grotesca mueca de sorpresa, hasta que cayó a un lado debido al peso de la azada.

Amandine esquivó su cuerpo y corrió hacia Maximilien, que arrastró fuera mientras pedía ayuda a gritos a sus criados. Los maldijo por su cobardía aunque, unos instantes después, varios hombres tomaron el cuerpo de su esposo y lo llevaron fuera, donde el aire era puro y las llamas no los alcanzaban.

Mon amour, no te mueras, por favor –rogaba Amandine con lágrimas en los ojos.

Pero al ser colocado el cuerpo  suavemente sobre la tierra, en seguida se hizo evidente para todos los presentes que monsieur Champfleury había fallecido.

-Mon amour… -susurró con voz queda en el oído de él.

Los demás se habían apartado, otorgándole la intimidad que necesitaba y, cuando apoyó su mejilla en el pecho cubierto de sangre de él, le pareció escuchar sus palabras, apenas leves susurros pero que iban dedicadas únicamente a ella.

-Te amo con toda mi alma, madame Champfleury…

Ella se incorporó sorprendida y lo observó en busca de vida, pero sus ojos continuaban abiertos hacia la inmensidad del cielo y su pecho no se agitaba con respiración alguna. Embargada por un dolor lacerante se dejó caer sobre él, cubriendo su cuerpo con el suyo mientras un deseo de morir junto a él le apresaba el alma.

-Nos veremos en Navidad, chèrie.

Con un enorme pesar, se abrazó por última vez a Alexandre antes de subir a bordo. Violette y Claudine se encontraban en un dilema tan vital como la propia Amandine cuando decidieron regresar a París. El punzante recuerdo de lo ocurrido en Nueva Orleans le impulsaba a trasladarse donde pudiera comenzar de nuevo. Una viuda rica podría escoger libremente el lugar donde residir porque, afortunadamente, el dinero permitía tales decisiones. Las pequeñas se debatían entre la excitación parisina y las raíces clavadas en Nueva Orleans. Finalmente estuvieron de acuerdo con su madre que partir era lo más acertado, aunque esta decisión supusiese gozar de su tío Alexandre con mucha menos asiduidad.

-Te lo ruego –le dijo, tratando de imaginar unas terribles fiestas sin él.

Tras las agrias despedidas, las tres ataviadas de riguroso luto, subieron a bordo y se confundieron con la multitud que agitaba brazos en señal de ansiada despedida y búsqueda de aventura en el viejo mundo. Ellas, en cambio, se instalaron en sus camarotes y pocos pasajeros tuvieron la ocasión de intercambiar alguna frase con ellas.

Con la imagen de la tierra alejándose de ella a través del ojo de buey, Amandine sintió como su pasado se quedaba en tierra y ella podía, al fin, deshacerse de malos recuerdos y venganzas. En su fuero interno sabía que había sido la artífice de todo y que aquel caballero intachable que fue Maximilien Champfleury había sido la víctima. Pagaría el resto de sus días por los pecados cometidos, si el haberlo perdido no era ya penitencia suficiente.

Desvió la mirada hacia la sombrerera cilíndrica forrada de exquisitos brocados y desató el lazo. Enterró las manos en infinidad de pétalos de rosa hasta tocar los alambres del interior que no sujetaban sombrero alguno, sino el hermoso rostro de su adorado esposo. La mirada opaca, y los labios grotescamente abiertos sobre mejillas que comenzaban a hincharse, parecían mirarla con fervor. A pesar del perfume de las rosas un hedor comenzaba a salir de su interior, así que buscó a su alrededor y, de un ramo expuesto en un jarrón, sacó las rosas y comenzó a deshojarlas sobre su adorado. Los pétalos color crema cayeron, lentamente, sobre la mortal expresión, enterrándolo en una tormenta perfumada.

Devolvió los tallos desnudos al jarrón y tapó la sombrerera, atando un fuerte lazo y depositándola bajo su cama. Sabiendo que él la acompañaba nada malo podría sucederle, porque como ella bien sabía, no había fuerza más intensa que la del amor.

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