Rosamora

Era consciente de que sin su presencia el Universo perdería su precario equilibrio y se quebraría en miles de pedazos, por lo que se consideraba un ente equillibrante. A pesar de ello le divertía jugar a adivinar qué adjetivo le adjudicarían si descubriesen su existencia. Y, en los últimos tiempos solía decidirse por asesinato cósmico y cruel selector de vidas, aunque su total desconocimiento los haría errar irremediablemente porque, sin su intervención, la vida tal y como la conocían, dejaría de existir.

Su naturaleza era simple: el arrebato de un alma bondadosa equivaldría al nacimiento de mil nuevas. Por el contrario, la muerte de una malvada supondría la liberación de cien idénticas.

Pero su propia lógica, en principio tan justa, se le antojaba cruel cuando debía obrar en contra de su propio instinto. Desde su más remoto origen la estabilidad fue precaria, y no siempre actuó con sabiduría ni se perdonó sus propios errores. No era insólito que  se abatiese en un abismo de amargura al obligarse a cumplirlas.

Y fue en uno de esos momentos  cuando comprendió una valiosa lección: su papel era crear, no actuar.

Esa nueva realidad consiguió que las almas bondadosas arrebatadas cobrasen un sentido. A pesar de su, en ocasiones, corto paseo por la vida, su misión consistía en liberar nuevas y amorosas almas. Logró observar cómo la podredumbre se alimentaba de ellas, revolcándose en una crueldad que jamás creyó posible en su creación pero, desde su asiento privilegiado, podía ver lo que era inexistente para ellos: la liberación de bondad a cada rapto. Y ello suponía un caudal infinito de amor que jamás se agotaría mientras el mal existiese. La luz siempre primaría sobre la oscuridad.

La muestra de amor más grande que podía ofrecerles no era crear nueva luz, sino liberarlos para que escogieran su propia iluminación, porque su camino por la vida transcurriría según su elección: entre tinieblas o bajo una cálida guía. No existía una ley estricta ni envarada que obligase al ser humano a decidir, era tarea de su propia sabiduría interior.

Quela luz pudiese oscurecerse y las tinieblas disiparse fue el factor que disipó sus dudas respecto al acierto de su creación, pues ésta era sencillamente perfecta.

 

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